domingo, 27 de mayo de 2012

Desnaturalización y desencialización de la sexualidad. Aproximación a la teoría de Judith Butler


 Cuando en 1990 Judith Butler irrumpe en los ámbitos académicos con su texto El género en disputa, el debate dentro del feminismo y los estudios de género se articulaba en base a dos posiciones. Por un lado, aquella que entendía el género como una interpretación del sexo  determinada por la cultura y,  por otro lado,  la que afirmaba que la diferencia sexual es inevitable. Ambas posiciones asumían que el sexo era un elemento subordinado de la anatomía, definido como lo dado naturalmente  y no era cuestionado como dependiente de configuraciones socio-históricas.
Butler afirmará que entender el sexo como la base natural del sistema de género es la consecuencia de una lógica social ya marcada por la normativa de género, en la que el sexo se presupone como una tábula rasa sobre la que se construyen las expectativas del género y de la sexualidad.
En el discurso de Butler, sexo y género son desencializados y, por lo tanto, desestabilizan la categoría “mujer” y obligan a la teoría feminista a repensar sus supuestos para entender que cuando se utiliza un término como “mujeres”, éste no describe tanto a un sujeto colectivo, un grupo que comparte características esenciales, sino que, en todo caso, se lo usa como un significante político, ya que, como afirmaba  Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, se llega a serlo” (Butler 2006, p. 40) (Córdoba, 2005, p. 35). Este proceso de desencialización del género sirvió como disparador discursivo a una serie de colectivos  que habían sido segregados por la narrativa binaria del género, y parte de una revisión sobre la oposición clásica entre  naturaleza/cultura y su habitual transposición al sistema sexo/género. Ya no se entiende el sexo como tábula rasa, como pasividad material sobre la que edificar los caracteres genéricos, sino como lugar a cuestionar:
El género también es el medio discursivo/cultural mediante el cual la ‘naturaleza sexuada’ o un ‘sexo natural’ se produce y establece como prediscursivo, previo a la cultura, una superficie sobre la cual actúa la cultura. (2006, op.cit., p. 40)

Butler entenderá que esta superficie se sitúa siempre en un contexto cultural determinado,  en un marco de interpretación preestablecido, asumiendo que:
Si el cuerpo es una situación, como ella [Simone de Beauvoir] dice, no se puede hacer una referencia a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por lo tanto el sexo podría no cumplir con las condiciones de una facticidad anatómica prediscursiva, de hecho se verá que el sexo, por definición, siempre ha sido género (op. cit., p.41)

Para la autora, el género no es la expresión de una esencia, de una interioridad del individuo, ni tampoco una simple interpretación cultural del sexo entendido como algo que preexiste al género. Entiende que la necesidad de dotarlo de la estabilidad necesaria para que los sujetos se vuelvan inteligibles dentro del marco heteronormativo hace que el sistema dependa de una alineación ideal entre sexo, género y sexualidad. A partir de los trabajos de Butler,  ya no será viable pensar el género como  afirmación de una esencia interior ni como la interpretación cultural del sexo como algo que preexiste al género. Considero importante aclarar, para evitar cierta lectura errónea (pero bastante común) de Butler, que su discurso no niega que el sexo exista, no trata de negar la materialidad del cuerpo al postular un constructivismo radical, sino   que defiende la idea de que un sexo ‘natural’, configurado en dos posiciones opuestas y complementarias, forma parte del dispositivo organizativo de la heteronormatividad.  Esta pretendida estabilidad del género, que hace que los sujetos sean inteligibles en un marco heteronormativo, depende de una alineación y correspondencia idealizada entre las nociones de sexo, género y sexualidad: la correspondencia entre esos tres factores falla  continuamente[1].

La interpelación ideológica del género

Uno de los pilares iniciales del análisis  que hace Butler sobre  la formación del sujeto sexual será la teoría de la interpelación ideológica propuesta por Althusser (1970). En su texto Ideología y aparatos ideológicos de Estado: Freud y Lacan,  el filósofo francés  entiende que es a través de la interpelación que los distintos aparatos de dominación convierten al individuo en sujeto.
 La ideología crea al sujeto  que interpela como origen de los significados, cuando en realidad es un efecto, una consecuencia.   Este proceso de interpelación  se produce mediante un doble mecanismo: por un lado, el sujeto es creado mediante el propio acto de reconocimiento, y, por otro, genera la ilusión de que ese sujeto estaba allí antes de que se produjese la interpelación, es decir, como preexistente al acto mismo. Althusser afirma que la ideología funciona mediante el juego de reconocimiento/desconocimiento: reconocimiento del individuo en la norma que lo interpela y desconocimiento  de que es justamente la norma la que crea al sujeto al generar la sensación de que el sujeto “siempre-ya” ha estado ahí
(…) la ideología ha siempre-ya interpelado a los individuos como sujetos; esto equivale a determinar que los individuos son siempre-ya interpelados por la ideología como sujetos, lo cual necesariamente nos lleva a una última proposición: los individuos son siempre-ya sujetos. (op.cit, p.57)

El trabajo teórico de Butler afirma que a través del mecanismo de interpelación utilizado por el sistema sexual y de género imperante en las sociedades heternormativas, los individuos son convocados a identificarse con determinadas conductas e identidades a través de la ilusión de que esas identidades son manifestaciones de una esencia personal, anterior al acto de interpelación. Bajo esta perspectiva,  el género y  la  identidad sexual son un efecto ilusorio de la repetición constante de ciertas performances o actuaciones y  no  la manifestación de una esencia que los individuos exteriorizan al adoptar determinadas conductas.  No hay nada de esencial en las actuaciones de género, sino simples repeticiones rituales y compulsivas de conductas determinadas por la matriz heterosexual. Entiendo que, pese a la insistencia del sistema de género en asociar la identidad de género al “ser”, en realidad responde más a la lógica del “hacer”. La identidad, entonces, no  es un dato natural inscripto en el cuerpo, sino que responde a una lógica histórica; surge mediante ciertos lenguajes, enmarcado en un contexto específico y responde siempre a determinadas necesidades culturales. En el marco cultural de la Antigua Grecia no era necesaria la creación de una identidad heterosexual u homosexual para ordenar el mundo, eran otras las categorías que daban cuenta del orden de los sujetos en aquél.
A través de la interpelación y específicamente de la nominalización, se asigna la identidad al individuo. El acto de designar crea la realidad nombrada, delimita sus posibilidades de existencia, y,  al mismo tiempo, el efecto ilusorio de que esa realidad siempre estuvo allí para ser nombrada. Entra en juego en esta perspectiva la noción de lenguaje como creador de realidad[2] más que como sistema neutral de mera descripción de realidad.  Siguiendo el ejemplo propuesto por Butler, cuando el médico le dice a los padres de un recién nacido “es un varón” o “es una niña” se inviste a ese ser con una carga simbólica que determina desde ese momento sus condiciones de existencia y, en consecuencia, la sociedad lo interpela a identificarse con una identidad sexual determinada y a adoptar determinados parámetros de conducta, que excluye otras posibilidades.
A partir de aquí  es que Butler recurrirá  a la noción de enunciación performativa de Austin y  la crítica que hará Derridá a esta noción.

El género como acto performativo. La identidad como constructo precario

John Austin (1962)  diferencia los actos de habla en constatativos y performativos.  Mientras los constatativos  describen una realidad exterior que puede ser juzgada en términos de verdad o falsedad  dependiendo de si se ajustan o no a lo referido, los performativos crean la realidad que nombran.[3]
El acto performativo no será considerado en términos de verdadero/falso, sino en base a su eficacia, de sus resultados.  Se puede entender la teoría de la interpelación de Althusser como acto performativo que constituye al sujeto; un sujeto que no existe antes de la interpelación, sino que es producido por la misma operación que establece los parámetros para su identificación en el entramado social. De este modo, el poder produce aquello que solo afirma representar.
Butler entiende que el lenguaje produce identidad, y que el género  se construye en base a actos léxicos performados diariamente. La identidad de género deja así de ser pensada como la consecuencia de factores biológicos  y pasa a ser el resultado de prácticas, de  comportamientos y actitudes que están determinados por el lenguaje. Me atrevo a pensar que el sistema de género es, en sí mismo, un lenguaje[4].
Este sistema de identificación de género, este lenguaje, no es en principio represivo, sino productivo, como la noción de poder propuesta por Foucault: produce significados. El régimen dominante crea e impone desde arriba ciertas estructuras formales que producen al sujeto sexuado (certificados de nacimiento, pasaportes, documentos de identidad, etc.) y, al mismo tiempo, los significados  de género producidos por el lenguaje  se mantienen y reproducen  desde abajo, en las interacciones cotidianas.
Aceptar la interpelación ideológica como origen del sujeto y la constitución de su identidad en términos perfomativos implica asumir que  el vínculo entre un signo/nombre y un grupo de sujetos (“gay”, “mujer”) no está dado por una esencia compartida,  sino por el propio acto de nominación y la identificación de esos sujetos con el signo. Desde esta perspectiva, toda política de identidad no puede ser pensada como representación de los intereses de un grupo de individuos, sino como la recreación constante del referente:
La única definición posible de un objeto en su identidad es que éste es el objeto que siempre es designado con el mismo significante (…). Es el significante el que constituye el núcleo de la ‘identidad’ del objeto. (Zizek, 2010, pág. 139)
Para Butler, el género es definido mediante una repetición performática, que imita constantemente una forma ideal, una fantasía de ser hombre/mujer, determinada socialmente. No hay un género masculino propio del varón ni uno femenino perteneciente a la mujer, sino una repetición coercitiva y compulsiva como modo de aproximación y representación de los modelos fantasmáticos ontológicos de ‘hombre’ y ‘mujer’ exigidos por la norma. Entiende que el sistema de relación que desarrollan algunas parejas de lesbianas o gays, adoptando posturas dicotómicas, femenina/camionero (feme/butch) y macho alfa/afeminado respectivamente, revelan la estructura imitativa del género.
Las categorías  de identidad “tienden a ser instrumentos de regímenes regularizadores, tanto si actúan como categorías normalizadoras de estructuras opresivas, como si sirven de puntos de encuentro de una oposición liberadora de esa misma opresión” (Butler, 2000,85), ya que, en definitiva, cualquier categoría identitaria controla el erotismo, describe y autoriza posibilidades. En este sentido, Butler entiende con Foucault que hablar de homosexualidad en sí mismo es  una extensión del discurso homofóbico.
 Términos como gay y lesbiana no revelan nada, solo existen por la necesidad de representar a un sector políticamente oprimido que, al asumir como propio el signo, ingresa al sistema como paradigma de lo que debe ser controlado, clasificado, regulado. La naturalización de la homosexualidad es una especie de máscara necesaria para representar. El individuo será  “más gay”  cuanto más  cercana esté su performance a la representación  creada y puesta a circular  por el imaginario social sobre  “ser gay”.  Basta pensar en la imagen mental que hacemos frente al signo “gay” y qué expectativas  nos genera en cuanto a gestualidad, sensibilidad, subjetividad, para entender que muchas veces son asumidos por los propios gays como un deber ser ideal.  Butler afirmará que el juego performático no es el resultado de un “yo” que interpreta su  homosexualidad como si fuera un rol en una obra de teatro, sino de un mecanismo arraigado en lo psíquico a través de la repetida representación del yo homosexual. La representación de la identidad de género no es como ir a un armario y decidir qué traje vamos a usar hoy, sino la ilusión de una esencia que está allí desde siempre.
Podemos pensar la decisión de  “salir del armario”, en términos performativos, como un acto por el cual se produce la identificación del sujeto con el signo “homosexual”  para asumir así todas las significaciones dadas por los discursos dominantes a esa categoría específica.  La salida del armario produce al sujeto homosexual porque lo sitúa en un campo significante determinado, y  hace necesaria una resignificación  de su historia vital que busca los estigmas/marcas que den soporte  a la nueva identidad personal (Córdoba, 2003) (Goffman, 2008).
Está búsqueda de marcas  que generan la sensación de naturalidad,  la esencialidad y unicidad de la identidad del sujeto es posible porque, como vimos, el proceso de interpelación crea la ilusión de un origen de una realidad que siempre ha estado allí (y que establece el carácter retroactivo  y especular del proceso de identificación/interpelación) 
 En este proceso de identificación que provoca la ilusión de una identidad originaria, cualquier desvío previo  con respecto a lo heteronormativo, que,  antes de la salida del armario, pasaba desapercibido y sería aceptable, se convierte en síntoma que afirma la naturaleza y la esencia de ese sujeto en el marco significante del nuevo signo (homosexual). Hasta que el signo heterosexual no es suplantado por homosexual, muchos elementos discordantes con la norma  heterosexual ideal son considerados intrascendentes, pero adquieren después suma importancia como bases que fundamentan la nueva identidad ya que, siguiendo a Zizek (1989, p.134)  lo que garantiza la identidad de un objeto en aquellas situaciones que la contradicen es el efecto retroactivo de la nominación, “es el nombre, el significante el que es el soporte de la indentidad del objeto”[5].

Según Butler, la autodefinición homosexual siempre es interpretada como conducta contagiosa y ofensiva. Decir “soy homosexual” funciona no solo como frase descriptiva, sino que hace evidente la conducta homosexual. El propio acto de enunciación atribuye aquello que dice y, según la autora, es habitualmente mal interpretado como “te deseo sexualmente”, como anuncio del acto en sí mismo, como vehículo de seducción. La enunciación pública de deseo homosexual nunca es considerada como la simple afirmación de deseo entre personas del mismo sexo, sino como una afrenta y una amenaza al interlocutor heterosexual. La práctica homosexual está más relacionada al ejercicio discursivo que le otorga significado, que a la experiencia sexual en sí misma.
Austin entiende que los actos de habla performativos están determinados  por la autoridad del enunciador del discurso y de las condiciones del contexto en el que se realiza. Descarta en su análisis aquellos escenarios en los que, si se rompen determinadas reglas, el performativo no resulta satisfactorio[6]. Bajo esta perspectiva, cuando el acto performativo del tipo “yo los declaro unidos en matrimonio” es enunciado por un actor en un escenario, el performativo falla porque el sujeto no tiene autoridad para crear realidad y porque el contexto no es el adecuado para tal fin.
Derridá entiende el fracaso de los perfomativos como parte de su propia condición de existencia, y es justamente esa  posibilidad la que interesa. Mientras Austin descarta aquellos escenarios que no cumplan las condiciones de contexto que aseguren la efectividad de la repetición ritual del performativo, para Derrida es precisamente su carácter ritual, que se basa en un código conocido, lo que hace posible que opere en contextos distintos, y adquiere significados diferentes. La iterabilidad[7] del  signo, el carácter repetible del performativo, hace imposible determinar su significado de antemano, ya que permite que el signo funcione en contextos diferentes al original y se modifique en cada uno de ellos.
Butler afimará que la “enunciación injuriosa acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un conjunto de prácticas autoritarias precedentes” (2007, p.58). Este  es el caso de signos como  “maricón” o queer: que aun cuando en sus contextos originales fueron elaborados como términos insultantes o injuriosos que buscaban la exclusión del sujeto homosexual al construirlo como algo abyecto, son subvertidos y recontextualizados por los propios sujetos que designa y utilizados como forma de afirmación de identidad.
 Las caracterizaciones insultantes  se transforman en lugares de creación de identidades que se resisten a ser normalizadas, que sospechan del poder que pretende la universalización y, en consecuencia, la formación de ghettos, a las que responden con estrategias hiper-identitarias y al mismo tiempo post-identitarias  que resisten el discurso que el régimen dominante - blanco, colonial y heterosexual- elabora sobre lo humano. Este acto de apropiarse de la injuria y establecerla como elemento de autonominación constituye  un cambio en el proceso de significación, y logra  que un signo con fuertes connotaciones negativas sea  reutilizado como elemento de identificación colectiva, de construcción de identidad y sentimiento de comunidad. Mediante  la apropiación del signo y su utilización como elemento de articulación identitaria, se provoca un desplazamiento de la legitimidad de esa nominación desde el centro de poder heteronormativo hacia los sujetos que originalmente habían sido excluidos del sistema por el mismo signo que ahora ostentan.
 Si toda identidad está signada por la posibilidad de ser resignificada  como consecuencia de la naturaleza iterable del signo que la define, la determinación de cada  significado sólo  es posible al reprimir o excluir otras alternativas.  Toda identidad supone entonces la necesidad de construir a otro exterior que marque sus límites y  su propia interioridad.
 Pero ese  margen necesario forma parte al mismo tiempo de su propio dispositivo de producción y reproducción, por lo que finalmente será parte de sí mismo y por lo tanto amenazará constantemente su estabilidad. La construcción de una identidad heterosexual solo es posible  si se excluyen y marginan otras posibilidades, para generar ese otro exterior con el que marca sus límites (normal/anormal) y domina desde su centralidad. La necesidad de demarcar el afuera, a través de la doble operación de exclusión de las alternativas, y  el intento de borradura de las huellas de la operación de exclusión (que crea la ficción de un origen esencial que existió siempre y que genera la sensación de estabilidad a una determinada  identidad que, en definitiva,  no es más que el resultado de esa operación) muestran la condición de incompleta, precaria y por lo tanto fracasada de cualquier identidad.


[1] Los conceptos de hombre/mujer y masculino/femenino se han considerado categorías dicotómicas que mantienen una correspondencia perfecta. Desde esta perspectiva, a un cuerpo de hombre le corresponde un género masculino, por lo que la identidad que valida  es aquella determinada por el sexo y presupone que el individuo debe adecuar su subjetividad (su deseo) a su cuerpo. Cuando  esa relación falla, el individuo es signado bajo el estigma de “desviado”.
[2] El logos como creador nos remite al génesis bíblico.
[3] En una boda por ejemplo, el enunciado “sí, quiero” o  “yo los declaro marido y mujer” no constata una realidad, la crea. Esa realidad (matrimonio) no existía antes del acto performativo que le dio origen.
[4] Entiendo  lenguaje como un conjunto de signos regulados por normas que cambian en el tiempo y en el espacio.
[5] Pensemos  por un momento en la revisión que hacemos todos de la historia personal de un amigo de años que nos dice que es homosexual: son comunes las expresiones del tipo “siempre fue un poco delicado” “tenía una sensibilidad especial”  etc. Cualquier aspecto de su vida pasada que habría sido tomado como detalle insignificante con respecto a la matriz heterosexual, pasa a ser síntoma que evidenciaba una esencia y que ahora viene a dar explicación y carácter originario al nuevo individuo bajo la impronta del signo “homosexual”.
[6] Según la teoría de los infortunios, hay ciertas reglas que el acto performativo debe cumplir. Debe existir  un procedimiento convencional, que incluya la emisión de determinadas palabras por determinadas personas y en determinados contextos, que  tengan cierto efecto convencional.  Pero, además, las palabras y los contextos deben ser apropiados para la invocación del procedimiento específico.
[7] La iterabilidad del signo supone una capacidad de “repetibilidad” que altera, que  separa la intención significante de sí misma y hace que la significación difiera. Según Derridá, la escritura no es posible si no puede repetirse y significar otra cosa que lo que significa. “Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición) (…) puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable.Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso (normal/anormal) sin lo cual una marca no podría siquiera tener un funcionamiento llamado ‘normal’”. (Derridá, 1967, pp.361-362)
  

sábado, 26 de mayo de 2012

Aproximación a la Teoría Queer


No olvido que no puedo verme a mí mismo porque mi rol está limitado a ser sólo quién mira al espejo.
 Jacques Rigaut

David Córdoba (2005) hace una aproximación a la teoría queer como “paraguas bajo el que caben muchas formas de disidencia a la norma sexual, sean en forma de articulaciones identitarias o no”.   El término queer ingresó a la academia en 1990 a partir de una ponencia de la profesora Teresa de Lauretis  sobre Estudios Gays y Lésbicos, en la Universidad de California. El objetivo principal de su disertación era remarcar que los estudios feministas no representaban la experiencia lésbica debido a que lo lésbico era raro (queer) y por lo tanto quedaba fuera de la norma heterosexual.
Entiendo que esta teoría, en pleno proceso de elaboración teórica y política, ha generado algunos de los elementos más innovadores dentro del área de los estudios sobre género y sexualidad.   Surgida en el seno de los estudios gays y lésbicos, cuestiona  el uso de un binomio comparativo  (homosexual-heterosexual) como base para definir la sexualidad, ya que entiende que esta polarización impide abarcar la totalidad de alternativas que los sujetos  seleccionan para configurar su identidad sexual, y busca integrar otras sexualidades excluidas por esa división dicotómica.  De esta manera,  la teoría aporta también al estudio de la construcción de las identidades heterosexuales al analizar las formas en las que algunas dinámicas moldean las normas de comportamiento y aspecto de los géneros. Afirma que ambos binomios (hetero-homo, hombre-mujer) provienen de una sola genealogía incoherente, y rescata, también, en esta lucha política, a los heterosexuales  que se sienten oprimidos dentro del régimen heteronormativo.
La teoría queer  se apropia de los conceptos elaborados por el régimen heteronormativo para dar cuenta de  una supuesta entidad coherente, y los relativiza hasta que  resultan inoperantes para el proceso de designación. Siguiendo a Kosofsky Sedwick, “el término queer sólo tiene sentido cuando se emplea en primera persona, dado que funciona mejor como auto-denominación que como observación empírica de los rasgos identificadores de otras personas” (cit. por Ceballos, 2005, p.169) o, como afirma Halperin, es una teoría en la que “no hay nada en particular a lo que haga referencia necesariamente; es una identidad sin esencia” (2007, p.82).
 Como teoría, evita la rigidez y al mismo tiempo difumina su objeto de estudio, al desdibujar las categorías que permiten la normatividad social:
Queer puede apuntar ahora hacia cosas que desestabilicen las categorías existentes, mientras que ella misma está convirtiéndose en una categoría: pero una categoría que se resiste a una definición fácil. Es decir, nunca podemos saber a qué se está refiriendo alguien exactamente sólo desde la etiqueta queer, excepto cuando sea algo no categórico o no normativamente posicionado.  (Doty, cit. en Ceballos, 2005, p.170)

Alberto Mira, en su libro Para entendernos. Diccionario de cultura homosexual, gay y lésbica (2002), se refiere a lo esquiva de esta teoría, hasta el punto de que no es posible ni siquiera la traducción del término queer al español:
Los intentos de traducir queer como “teoría maricona” no son del todo acertados, ya que sólo reproducen el significado peyorativo del término, no el etimológico. No sólo consiste en identificarse con un término que antes servía para insultar; si se elige queer frente a otros términos similares es porque al mismo tiempo pretende subrayar la extrañeza con la que ha de observarse la sexualidad humana. (p. 601)

Desde esta perspectiva, la teoría queer se establece como dinámica de prácticas y posturas políticas  con el potencial de desafiar la idea de identidad y  conocimiento normativo. A partir de esto, muchos teóricos intentan dar cuenta de una definición más específica  de la teoría.
Spargo, en su libro Foucault y la Teoría Queer (2005),  analiza las funciones sintácticas del término queer  (como nombre y adjetivo), y argumenta que el término se define como oposición a lo normalizador y, por lo tanto, entiende que la teoría queer no supone un “singular y sistemático marco conceptual o metodológico, sino una recopilación de engranajes intelectuales con la relación entre sexo, género y clase sexual” (p.14). Jagose entiende que en términos generales lo queer describe “aquellos gestos o modelos analíticos que dramatizan las incoherencias en las relaciones supuestamente estables entre sexo cromosómico, género y deseo sexual[1]” (1996, p.3).
La teoría queer surge a partir del postestructuralismo y tiene un carácter muy ligado al ejercicio de deconstrucción[2] :
(…) resistiendo ese modelo de estabilidad - que reclama como origen a la heterosexualidad, siendo (…) su efecto. Localizado entre esos términos explota, y saltan las incoherencias que desestabilizan la heterosexualidad, cuestionándolo todo a su paso, incluso lo que referimos como hombre o mujer y haciendo imposible  cualquier demostración de que existe una sexualidad ‘natural’. (op.cit., p.3)

En definitiva, esta teoría pone en tela de juicio los conceptos convencionales de identidad sexual al deconstruir  las categorías, oposiciones y binarismos que los sustentan y
(…) crea una suspensión de la identidad  como algo fijo, coherente y natural, y opta por la desnaturalización como estrategia, demarcando un ámbito virtualmente sinónimo de la homosexualidad, pero genialmente sugerente de todo un abanico de posibilidades sexuales que desafían la habitual distinción entre lo normal y lo patológico, lo ‘hetero’ y lo ‘homo’, los hombres masculinos y a las mujeres femeninas. (Ceballos, 2005, pp. 173)
El ejercicio propuesto es deslindar las nociones de identidad sexual y la  sexualidad misma de la relación inequívoca con la naturaleza. Supone también  arrancarlas de los espacios y discursos disciplinarios (Medicina, Biología, Psiquiatría) que las han definido tradicionalmente, al postularse ellos mismos como lugares privilegiados para acceder a esas nociones, y ubicar el discurso sobre la sexualidad en el terreno de lo social, y en consecuencia en el espacio de lo político, ya que el campo social siempre está atravesado por el poder.
La desnaturalización del concepto de identidad sexual supone una renuncia a cualquier política de normalización (sin el elemento de lo “natural” como base  del discurso, la dicotomía tradicional normal/patolológico pierde su fuerza), y  un ejercicio de resistencia a integrarse en un sistema (hetero)sexual que determina cierta lógica y orden sexual  y establece espacios de identidad fija e inmutable.  Supone también exigir otro lugar de enunciación discursiva.
El estudio de esta teoría nos permite entender que considerar a la sexualidad como construcción social es otorgarle una dimensión política, mostrar la lucha por el  acceso al discurso sobre lo sexual que determina  qué grupos  tienen la facultad para enunciar y definir,  y quiénes no son más que objetos de ese discurso y, por consiguiente, están siempre controlados  por la autoridad que  los describe.   Politizar la sexualidad implica cuestionar todos los discursos que históricamente se definieron bajo el binomio normal/anormal, protegidos por una supuesta neutralidad  epistemológica y cierta objetividad científica;  abre espacios a aquellos que sólo podían ser definidos y nunca definirse, le da voz a esos otros, siempre excluidos bajo el signo de lo patológico y la anormalidad, para construir un discurso propio  que se sitúe al mismo nivel y que asume abiertamente la intención de intervención política y el carácter contingente de toda definición.
Desde esta perspectiva, no es posible pensar la sexualidad como algo que se puede definir desde la neutralidad científica  y debemos asumir que, como constructo histórico, todo discurso que la tome como objeto no puede referirla como una realidad exterior, sino que deberá asumir la incidencia que tiene en su construcción y entender los componentes ideológicos que la atraviesan.
Si bien la teoría queer se ha ocupado de un registro predominantemente sexual, su proyecto de desnaturalización tiene en cuenta  también otros ejes de identificación, además del sexo y el género, tanto  por la necesidad de hablar desde los silencios impuestos a los otros excluidos por los binarismos que dejan fuera otras realidades, como por su intento de romper las identidades monolíticas construidas en torno a gays y lesbianas, al hacer ingresar al análisis las diferentes formas en que estas sexualidades están moldeadas por la raza, el género y el origen étnico. Entiende que las personas no encajan con tanta claridad como se pretende en los pares binarios (hombre/mujer, blanco/negro, heterosexual/homosexual, rico/pobre) utilizados como categorías naturalizadas y estables para clasificar el mundo.
Propone un cuestionamiento a la identidad fija, a la que entiende  como flexible y variable. La identidad, entonces, ya no es considerada como esencia, sino como práctica que se redefine en función de los contextos. Esto provoca el derrumbe de cualquier intento de definición, casi ficcional, de una identidad cerrada, auténtica e inmutable, y que pueda ser entendida desde la noción de performatividad[3], ya que supone asumir que no hay un yo esencial, sino ciertos actos y rituales cuya repetición constante aseguran la lógica heteronormativa de la identidad:
Queer theory emphasizes the performativity of gender, and views sexual identities as products of social disciplinary practices. Insofar as behavior is theatrical, it need not to be attributed to any underlying trait or “essence” of the actor. Seen in this gay, masculinity, femininity, queerness, straightness are not so much what one is, but what one does. (Greenberg, 1990, p.191)

Como movimiento, la política queer  establece dos grandes posturas características: en primer lugar, el antiasimilacionismo como estrategia de resistencia,  al renunciar a la lógica de integración en la sociedad heterosexual y ocupar deliberadamente un lugar marginal. En segundo lugar, la confrontación y la provocación directa al régimen heterosexual como práctica, al asumir posturas de incorrección política y provocación constante a los marcos de “consenso” político. 
Lo queer incita entonces a adoptar una postura de no asimilación de las reglas establecidas, asumir la inestabilidad y la no-pertenencia como la forma de relación con un sistema para el cual las diferencias suponen siempre un problema y, sobre todo, un postura de resistencia individual para no reproducir las prácticas de conducta establecidas por la heteronormatividad y promover nuevas formas de subjetividad.

Transfondo histórico de los estudios gay-lésbicos

Antes de que existieran el concepto y los planteamientos teóricos para los estudios gays y lésbicos, había una militancia gay. Y fue esa militancia la que encontró eco en los homosexuales de la comunidad académica. Los estudios gays y lésbicos tenían como objetivo inicial desarrollar un fundamento histórico que sirviera de guía para la militancia, como respaldo de los derechos del grupo ante las manifestaciones recrudecidas de homofobia, sobre todo a partir de la crisis del sida.  En consecuencia, la evolución de la disciplina académica se ve definida por dos grandes elementos: por un lado, las ponencias radicales de la comunidad militante gay y lésbica, a partir de 1968 y, por otro lado, por los elementos o categorías de análisis de la teoría feminista, que se aplicaron en principio específicamente al lesbianismo como área de estudio.
A estas bases se sumaron los planteamientos de Michel Foucault sobre la relación entre identidad y las estructuras de poder, trabajados sobre todo en el primer tomo de su Historia de la sexualidad. Estos elementos  formaron la estructura para el desarrollo de la disciplina,  y evidenciaron y dilucidaron en el proceso las dos posturas distintivas  sobre las que giró el debate sobre la homosexualidad  y la identidad en las últimas décadas del siglo XX: la perspectiva esencialista y el construccionismo social (también llamado construccionismo cultural).
La mirada esencialista entiende que  la homosexualidad, como orientación sexual, está biológicamente configurada. Esto supone la aceptación  de la idea de una identidad sexual relacionada con una esencia interior de los individuos y, en consecuencia, la asunción de que el campo sexual está delimitado previamente.
Entiendo con David Córdoba (2005) que en “los discursos modernos, la sexualidad ha sido ubicada en el ámbito de la naturaleza,  y el impulso sexual entendido a la vez como el último reducto de lo natural y como fundamento de la identidad social del hombre.”(op.cit., pág. 33)
 Este discurso se inscribe en un campo de acción más amplio que establece la dicotomía sociedad-naturaleza[4] y que propone una relación en la que la naturaleza, por un lado, debe ser controlada para mantener el orden social y, por otro, es usada como fundamento para  ligar el concepto de sexualidad al de reproducción como forma legítima:
Jeffrey Weeks ha señalado, en relación a la sexualidad normativa, la existencia de este discurso contradictorio, de esta paradoja según la cual <<la heterosexualidad es natural pero debemos alcanzarla; es inevitable, pero está sometida a un peligro constante, es espontánea, pero de hecho debemos aprenderla>>. De la misma forma, encontraremos argumentos contradictorios respecto a las diversas perversiones sexuales: serán consideradas o bien el resultado de una naturaleza descontrolada, no suficientemente disciplinada y socializada, o bien como formas de degeneración cultural y social. (op. cit., p.25)

En este marco de conocimiento, la homosexualidad  es considerada como dato exterior al discurso y, en consecuencia, independiente del contexto histórico en el que aparece. Bajo esta perspectiva puede ser rastreada y reconocida como realidad en cualquier época y nombrada con el mismo significante. Esto supone hablar de homosexualidad en la antigua Grecia.
El construccionismo, por su parte, sigue  la lógica de Foucault y  afirma que el  deseo sexual está regulado socialmente y que la identidad homosexual es una creación de la cultura de la modernidad  para establecer ciertos parámetros de conducta e identidad.
Entiende a la homosexualidad como una construcción discursiva situada en un contexto histórico determinado y como resultado de determinadas condiciones textuales. Podemos hablar de prácticas homosexuales anteriores a la modernidad, pero, como estas prácticas no definen ni delimitan una realidad específica que pudiera catalogar y clasificar a los individuos, no generaban nociones de identidad y subjetividad.
La intensa producción académica que generó el debate entre el esencialismo y el constructivismo como intento de explicar la sexualidad dio como resultado una serie de trabajos que actualmente son considerados fundamentales para el recorrido historiográfico sobre lo gay.  Una de las figuras más importantes en este debate fue  Michael Foucault y su  postura sobre la identidad de género como construcción de la sociedad moderna y su afirmación de que el  rechazo social al deseo sexual entre iguales forma parte de un proceso  de medicalización de la homosexualidad.
Las limitaciones conceptuales en los estudios gays y lésbicos en los que se preserva el binarismo genérico hombre/mujer que continúa privilegiando lo masculino sobre lo femenino,  y el uso de la oposición heterosexual/homosexual que, en definitiva, no deja del todo cierto carácter patológico de la homosexualidad, son superados por la Teoría Queer  al cuestionar la validez de estas categorías y situarse más bien en el espacio liminar de la barra que los separa. Entiende que la sexualidad es producto de un discurso y no tiene en sí misma ninguna materialidad específica,  y que el uso de los términos gay y lesbiana,  como categorías que contienen o clasifican sujetos, es excluyente, ya que afirmar a dichos sujetos supone borrar a todos aquellos individuos que no encajan perfectamente en sus límites.


[1] Traducción libre. Original en inglés.
[2] La estrategia de deconstrucción propuesta por Jaques Derridá (en base a la propuesta de Heidegger de Destruktion) supone un ejercicio de cuestionamiento a un concepto  y mostrar cómo ha sido construido a partir de procesos históricos y acumulaciones retóricas, para evidenciar en el proceso sus fisuras.   Supone un análisis social sobre qué, quién y  por qué se produce un texto: análisis que intenta dar cuenta de lo que se dice y de lo que no, a través del lenguaje, la forma, la estructura y el estilo de un texto.  Cabe la aclaración de que el término “texto” es entendido como toda forma de comunicación usada para transmitir el entendimiento que alguien hace del mundo (un libro, una película, una conversación, una actividad sexual, etc.).
[3] Este concepto fundamental sera desarrollado extensamente por Judith Butler. 
[4] El discurso moderno eurocentrista ha colocado a los pueblos no occidentales como más cercanos a la naturaleza (no suficientemente civilizados). Ese lugar ocupó también el género femenino, tradicionalmente asociado a la irracionalidad, los impulsos, etc.

Medicalización, normalización y resistencia de la otredad



En el siglo XIX, los hombres que mantenían relaciones con otros pasaron de ser considerados sodomitas, criminales a los ojos de Dios, a homosexuales, clase perniciosa para la sociedad y, por lo tanto, competencia de la medicina y de los tribunales de justicia.  El discurso médico sobre la sexualidad que se estableció como marco normativo (tecnología de poder) reclamó su legitimidad  en base a su objetividad científica y supuso un quiebre respecto al discurso religioso y moral que regía anteriormente y logró desplazar el sexo hacia el interior de las ciencias naturales.
Sexo y sexualidad van a ser ubicados en los discursos modernos dentro del ámbito de la naturaleza[1] y, concebidos como impulso, sentimiento o esencia, serán definidos como sólido fundamento de la identidad social de los seres humanos. Esta ubicación emplaza y articula todos los discursos sobre la sexualidad dentro de la dicotomía sociedad-naturaleza. Así, la naturaleza se introducirá definitivamente como argumento para ligar la sexualidad a la reproducción como su única forma legítima.
Durante mucho tiempo la bibliografía médica se caracterizó por mantener gran disparidad de definiciones y de términos para referirse a ese grupo de personas: uranismo[2], inversión, tercer sexo, sentimiento sexual contrario, etc.
La palabra homosexual es un híbrido del griego homós (igual) y del adjetivo latino sexualis[3].  Aunque como vimos anteriormente,  en distintas etapas históricas los individuos atraídos por personas de su mismo sexo fueron clasificados con distintos términos, el concepto de homosexual quedó fuertemente asociado a una definición científica, clínica, de la sexualidad y  relacionado con cierta patología: “A pesar de sus dificultades incluso semánticas (…) sería la que predominaría sobre otras quizás porque consagraba exitosamente la unión entre el saber médico y el poder de la policía.”(Melo, 2005, p. 17)
La palabra homosexualidad fue, en principio, un término relacionado con la militancia pro-gay. Fue utilizada por primera vez por  Karl María Kertbeny (1824-1882)  en dos panfletos que tomaban la forma de carta abierta al  ministro prusiano de Justicia.  En ese momento se estaba elaborando un nuevo código penal para la Federación del Norte de Alemania y había surgido el debate sobre la pertinencia de mantener un artículo del código penal prusiano que establecía que el contacto sexual entre personas del mismo sexo era un delito.
Kertbeny planteó una idea sumamente novedosa para su tiempo, que será retomada después: la atracción sexual de algunas personas por otras de su mismo sexo es innata, no adquirida, es inamovible de la personalidad, por lo cual no es sujeto de criminalización. (Melo,op.cit. p. 16)

En su tratado Psychopathia Sexualis (1885), Richard von Krafft-Ebing utiliza el término para definir una patología a la que consideraba una perversión que podía ser innata (y  que en consecuencia no se podía considerar una actividad delictiva) o adquirida (a través de la seducción, prostitución y vicio) a la que era necesario diagnosticar y tratar.
A pesar de algunos trabajos médicos que recalcaban el carácter viril del homosexual, la mayoría de los profesionales sugería que había claras señales de femineidad en ellos. Uno de los grandes impulsores del estereotipo de homosexual afeminado fue  Magnus Hirschfeld, que siguió la definición que dio Urlichs del homosexual como perteneciente al tercer género con un espíritu de mujer atrapado en un cuerpo de hombre.
Según Hirschfeld, la combinación de cuatro criterios (los órganos sexuales, las características físicas, los instintos sexuales y el carácter moral) situaban a las personas en una escala entre el tipo sexual ‘totalmente masculino’ y el ‘tipo sexual perfectamente femenino’, determinando así si pertenecía o no a la categoría  de ‘tipo intermedio sexual (Tamagne, 2006.p.168)

Existen ciertas similitudes entre la propuesta de Hirschfield y la teoría freudiana, ya que Freud (2003) rechaza la idea de degeneración y de hermafroditismo psíquico, y afirma que “la virilidad más completa es compatible con la inversión”, y no analiza la homosexualidad como enfermedad, sino que defiende la idea de una “bisexualidad originaria”.
La relación entre afeminamiento y homosexualidad fue establecida paulatinamente por médicos y psiquiatras, pero es el escándalo de Oscar Wilde (1895) lo que muchos suponen como la primera imagen clara y permanente que le llega a la sociedad del homosexual dandi y afeminado. Siguiendo a Sinfield (1994), la  condena de Wilde hizo “del afeminamiento, la ociosidad, la inmoralidad, el lujo, la despreocupación, la decadencia y el esteticismo los elementos distintivos de la inversión sexual” (pp.11-12)
Además de aparecer en los escritos de Sexología y de Psiquiatría- incluidos los de Freud- de finales del siglo XIX y comienzos del XX, ‘ homosexualidad’ se populariza a partir del affaire Eulenburg, un escándalo sexual en la corte del emperador  de Alemania (…)entre 1907 y 1909.
La homosexualidad es, por tanto, como señala Foucault, una invención de la Psiquiatría que se acopla perfectamente  con las características vigilantes, panópticas, normalizadoras y clasificadoras de las sociedades modernas, es decir de las formas propias de la modernidad. La Psiquiatría hizo del homosexual un personaje con una infancia, un carácter, una forma de vida y una morfología. (Melo,op.cit p. 17)

Entre 1870 y 1940   existe cierta militancia homosexual en Europa.  El Wissenshafftlich-Humanitäres Komittee (WhK) fundado por Hirschfeld  en Alemania (1897) divulga una petición que retoma el ideal de Kertbeny, firmada por grandes nombres de la época como Thomas Mann, Albert Einstein, Emile Zola y León Tolstoi, quienes piden la abolición del párrafo 175, la ley alemana que sentenciaba a los hombres involucrados en relaciones homosexuales.
En 1919, Hirschfeld funda en Berlín el Institut für Sexualwissenschaft, para recopilar toda la información disponible sobre homosexualidad, con el objetivo de crear una gran biblioteca y un punto de investigación sobre el tema. Durante este período, Berlín, París  y Londres emergen como capitales de libertad para los homosexuales. París ofrecía su periferia como ámbito de relativa libertad, por lo que la subcultura homosexual se mezcló con los bajos fondos y la sordidez de Montmartre, Pigalle y Montparnasse. Se puede percibir ya en este momento el surgimiento de una especie de cultura homosexual, no sólo por los espacios de práctica social, sino por la circulación de referencias y representaciones compartidas: a los textos clásicos como  El Banquete de Platón, se suman otros, de gran peso: Muerte en Venecia (Mann, 1912), Sodoma y Gomorra (Proust,1921), Orlando (Wolf,1928).
Luego de la Primera Guerra Mundial, homosexuales y lesbianas llegaron a ser símbolos de la modernidad,  y encarnaron las alteraciones estéticas y morales de los années folles[4]. Las novelas modernas  delineaban personajes adictos a la cocaína, homosexuales y lesbianas como representaciones de una era. El ambiente europeo, en especial el berlinesco, era retratado en los bocetos de Mamen, Schad y Otto Dix.  Para la generación más joven de los años 20, caracterizada por  ser apolítica y con una fuerte influencia americana, el culto al cuerpo andrógino implicaba una ruptura con la generación anterior que había arrastrado al mundo a una guerra de dimensiones hasta entonces desconocidas.
En esa influencia de la figura del andrógino, se puede intuir un intento de acercamiento entre los sexos y de crear un estereotipo de belleza universal, alejada de los modelos tradicionales.  Así, la mujer masculinizada (garçonnes), económicamente independiente y liberada de las restricciones sociales de la feminidad,  parece acompañar el movimiento de emancipación femenino. Paralelamente, el afeminamiento de un sector de la nueva generación masculina puede interpretarse como un rechazo de los valores militares y un acercamiento a los ideales pacifistas.  Será el ascenso del nazismo lo que provocará un retorno a la glorificación del cuerpo masculino.
Aunque durante el período de entreguerras la policía mantenía grupos específicos de investigación para detener a sospechosos de actos homosexuales, las condenas se redujeron considerablemente, sobre todo por la imposibilidad de establecer una definición legal de homosexualidad.  El homosexual es presentado, por una parte como asocial, y como riesgo de “contagio” y de corrupción de menores.  Por otra parte, se lo clasificaba en función de su clase social, aunque todas las clases negaban que hubiera homosexuales en su seno: a fines del siglo XIX la clase media afirmaba que la homosexualidad  era una consecuencia directa  del proceso de industrialización y de la urbanización vertiginosa de la sociedad y, por lo tanto, un tipo de depravación directamente relacionado con la clase obrera. La clase obrera, por su parte, prefería verla como la perversión de estetas y aristócratas degenerados, víctimas de la pereza, el ocio y el lujo. A fin de cuentas, el homosexual siempre era el otro.
El temor al debilitamiento social debido a la homosexualidad llegó a su apogeo en la Alemania nazi. En los años posteriores a 1933 proliferaron las acusaciones de homosexualidad como arma para terminar con los que se oponían al régimen en la Iglesia Católica y en el ejército.   En 1935 se amplía el párrafo 175, que abarca ahora todas las expresiones de deseo homosexual.  Desde el punto de vista nazi, los homosexuales no tenían utilidad social alguna, ya que no aceptaban las exigencias de la nación alemana (casarse y tener hijos).
Henrich Himmler, principal artífice de la retórica homófoba del régimen, distinguió entre los verdaderos homosexuales y aquellos que habían sido seducidos, pero podían curarse.  Durante la guerra, mostró gran interés en los experimentos médicos[5] (tratamientos psiquiátricos, hormonales y castración) para encontrar una forma de enviar homosexuales al frente sin riesgo de contagio.  Afirmaba también que la homosexualidad era importada del extranjero como resultado de una mezcla de razas, y establecía una relación directa entre los homosexuales y los judíos, y rechazaba a ambos grupos por femeninos. (Tamagne, 2005) (Graug & Shoppman, 1995) (Plant, 1998)
Entre 1934 y 1940, cerca de cien mil homosexuales fueron enviados a campos de concentración, donde se los identificó con un triángulo rosa (posteriormente símbolo del movimiento gay). Encarcelados bajo el párrafo 175, a estos prisioneros se los consideraba el grupo inferior y más prescindible de los presos, y se les daba las tareas más duras para curar sus inclinaciones antinaturales[6]. Aun con la caída de Alemania y la liberación de los campos, muchos de los homosexuales detenidos fueron llevados a cárceles comunes para cumplir su condena.
En la década del 50, surge, en Estados Unidos primero y en algunas ciudades europeas después, una serie de organizaciones homófilas que entendían que la ignorancia era la causa de la discriminación. Rechazaban la identidad basada sólo en las prácticas sexuales y rescataban los sentimientos de atracción y amistad entre personas del mismo sexo. Si la ignorancia y la falta de información eran la causa de la discriminación, estos grupos tenían como objetivo demostrar su conformidad y adaptabilidad a los códigos sociales imperantes.
Siguiendo a Rizzo (2006), esta aceptación se manifestó por dos vías: por un lado, a través de publicaciones periódicas, traducciones  e intercambios con otros grupos homófilos europeos. Por otro lado, garantizando que se viera a los homosexuales como hombres y mujeres comunes (sin afeminamiento y masculinización), ciudadanos legales (no espías del enemigo) y moralmente respetables (no predispuestos a infringir la ley).   Bajo esta política, las diferencias entre homosexuales y heterosexuales quedaban en la esfera privada y por tanto era necesario proteger las libertades mediante políticas liberales. El principal objetivo político de estos grupos estuvo centrado en la reforma de las leyes penales.
Pero cabe destacar que  estas asociaciones, en su esfuerzo por dignificar el colectivo, comenzaron a alejarse de la praxis homosexual, y llegaron a considerar un insulto que existieran bares donde los homosexuales pudieran conocerse. Rechazaban el modelo social que se podía encontrar en esos lugares, y afirmaban que estaban frecuentados por queers (en su acepción de hombres raros), afeminados, de clase media alta que seducían a miembros de la clase obrera a cambio de favores.
Esta íntima relación con un discurso que hace de la sexualidad una patología, una realidad enfermiza que debía ser trabajada “científicamente” y observada desde una mirada heterosexual, ordenada, sana, normal,  implica que se necesite otro vocablo alejado del discurso médico para referirse a esta realidad y  surgen allí dos términos nuevos: gay y queer, que se fueron re- semantizando a lo largo del último siglo. (Rizzo, 2006) (Melo, 2005) (Rodríguez, 2007)
El término gay originalmente significaba “lleno de alegría o regocijo”[7] y fue en principio utilizado por los propios homosexuales para autodenominarse y alejarse del término homosexual que tenía una evidente connotación médica y, a la vez, para diferenciarse del homosexual afeminado y estridente.
En junio de 1969, Nueva York vive una protesta violenta  encabezada por travestis, como consecuencia de la redada policial en el bar Stonewall Inn, dos días atrás. A partir de esta manifestación se forma el Frente de Liberación Gay, cuyas movilizaciones se inscriben dentro de un marco general de enfrentamiento entre policía y distintos grupos radicales que comenzaban a emerger en la sociedad norteamericana (Panteras Negras, activistas feministas, grupos pacifistas, etc.)
El Frente supone un punto de inflexión importante, ya que establece lo gay como movimiento político y la lucha por  la capacidad de acceder al discurso y narrarse a sí mismo. Hasta este momento, el homosexual siempre había sido narrado y referido por otros (la religión, la medicina, la psicología, la ley).
La historia de las luchas por la emancipación homosexual y la liberación gay ha consistido  en la lucha de los gays y las lesbianas por arrancarles a las personas no gays el control sobre cuestiones  como: quién habla por nosotros, quién representa nuestra experiencia, quien está autorizado  a hablar con información sobre nuestras vidas. (Halperin, op.cit. p.77)

 Esta lucha, fuertemente influida por  el discurso y formas de acción de otros grupos activistas se convirtió en el medio de expresión de una generación para mostrar su rechazo al orden social y político de la postguerra y al concepto de familia que la sociedad imponía.
Este modelo de frente de liberación tuvo rápida aceptación en otros países: en Gran Bretaña y Francia se formaron frentes de liberación en 1970 (Gay Liberation Front y Front Homosexuel d’Action Revolutionaire). La Homosexuelle Aktion Westberlin   surge en Alemania a partir de la censura de la película de Rosa Von Praunheim (nombre que usaba el director Holger Mischwitzky , cuando se travestía): Nicht der homosexuelle ist pervers, sondern die Situation in der er lebt[8]. Ese mismo año se crea el Fronte Unitario Omosessuale Rivoluzionario Italiano ( FUORI)[9] .
 (…) basada en el análisis integral de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales, enormemente influida por el marxismo y la crítica marxista del psicoanálisis. Las causas de la homofobia eran inherentes a la clase media y a la ética capitalista: el racismo, el imperialismo y la represión sexual eran expresiones e instrumentos de explotación que se utilizaban contra un grupo social. Por consiguiente, para la lucha se consideraron esenciales las alianzas con otros grupos de oprimidos (clase trabajadora, la mujer, las minorías étnicas). Si el sistema completo (la clase dirigente) era la raíz de la presión, los homosexuales no podían alcanzar la liberación reclamando su propio espacio; (…) las zonas de tolerancia creadas en algunas ciudades provocaron críticas, pues se consideraron guetos (...) El objetivo de los liberacionistas gays fue el transformar el conjunto de la sociedad.” (Rizzo, 2006., p.214)

El movimiento ponía en  discusión la separación  esencial entre público/privado bajo la que se estructuraba tradicionalmente la sociedad occidental. Era necesario manifestar en público el auténtico ser, que, para el movimiento gay significaba destaparse, salir del armario[10].  El armario (closet) era considerado un signo de la opresión y una expresión indiscutible de la interiorización de la homofobia; esta situación sólo se podría cambiar si  los individuos asumían su sexualidad y declaraban abiertamente  su postura. Los movimientos de liberación gay entendían el acto sexual como un gesto revolucionario en sí mismo. Hocquenghem, filósofo  francés y uno de los principales referentes del FHAR, afirmaba que “el patriarcado se funda en el contraste entre el poder público del falo y la privatización del ano. Por tanto, liberar el ano a través de la sexualidad masculina es socavar los fundamentos de las relaciones sociales patriarcales” (citado por  Rizzo, op.cit., p. 216). Según Foucault , la oposición discursiva de estos movimientos fue de suma importancia y supuso un progreso político:
Los movimientos llamados de “liberación sexual” deben ser entendidos, creo, como movimientos de afirmación “a partir” de la sexualidad. Lo que quiere decir dos cosas: son movimientos que parten de la sexualidad en que estamos sumergidos y que hace que funcionen plenamente, pero al mismo tiempo se desplazan respecto a ese mecanismo, se desligan de él y lo desbordan. (Entrevista citada en Halperin, op.cit., p.79)

Los movimientos  de liberación fueron debilitándose a lo largo de los años 70, en gran medida debido a la dificultad  para definir sus propios parámetros de identidad, que llevaron a la fragmentación de los frentes en grupos y movimientos más específicos: los varones gays afroamericanos comenzaron a cuestionar la capacidad del movimiento por reflejar las necesidades de aquellos sujetos oprimidos no sólo por sus prácticas sexuales, sino por otros factores, como la raza o la clase social.  Los grupos de lesbianas, por su parte, no se sentían identificados con un movimiento gay, al que definían como misógino y centralizado,  a lo que se sumaba su preocupación por la lejanía que mantenía con la mayor parte de los grupos feministas.
De todas formas, la movilización de estos grupos sirve como referente, y permite el surgimiento de otro tipo de militancia: los grupos de activistas.  A diferencia de los frentes de liberación, el activismo  defendía un programa político que buscaba cambios sociales más específicos, centrado en las necesidades de gays y lesbianas, sin pretender una revolución social estructural. Sus objetivos principales  eran la despenalización de la homosexualidad  en aquellos países cuyos códigos penales aún la mantenían como delito, y  luchar por lograr un cambio en la forma en que los medios de comunicación trataban a la homosexualidad.
Si bien  podemos establecer puntos en común entre el activismo y los frentes de liberación, como por ejemplo la utilización de un lenguaje  de orgullo y autoidentificación como colectivo y la importancia que le daban al hecho de salir del armario, la diferencia principal estriba en la capacidad que desarrollaron los activistas  de organizarse en colectivos bien estructurados que  podían relacionarse de forma efectiva con el sistema político y crear grupos de presión en el sistema. Las acciones de lobby las efectuaban no solo sobre políticos durante las campañas, sino  que presionaban a ciertas asociaciones profesionales a las que consideraban partícipes de la opresión.
 La presión organizada  logró avances significativos como la  eliminación de la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales publicada por la Asociación Psiquiátrica Americana. Al menos, formalmente, la homosexualidad ya no era una enfermedad.
Se pasó así de la vida nocturna y los bares clandestinos al día y los espacios públicos, de la desviación sexual al concepto de estilo de vida alternativo, y se pretendió alcanzar una cierta normalización, una integración al estilo de vida dominante. Los años finales de la década del 70 son considerados la época dorada de bares y clubes, donde la liberación sexual parecía manifestarse desde la pornografía a la música pop, que hizo de YMCA, una canción del grupo Village People,  casi un himno de esa generación.
Los movimientos políticos por los derechos gays y la subcultura comercial homosexual  sólo terminaron de acercarse por la crisis del sida,  virus que atacó a la comunidad homosexual, sobre todo la masculina, a principios de los años 80.
La poca importancia  que los gobiernos y medios de comunicación dieron inicialmente al problema del sida  motivó la reactivación y fortalecimiento de los activistas que  veían en esa actitud ciertos tintes homófobos, dado que en principio se pensó que solo afectaba a los grupos marginales denominados las cuatro haches: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos. El segundo y tercer grupo se contagiaba mayoritariamente por el uso de jeringas y transfusiones de sangre, y el cuarto grupo se relacionó porque se afirmaba que el virus había comenzado en Haití al mismo tiempo que en los Estados Unidos.
La crisis del sida exigió tácticas de acción directa y desobediencia civil a una escala mayor a la desarrollada anteriormente por estos grupos.  En las manifestaciones convocadas por la ACTUP-AIDS Coalition to unleash power (Coalición del sida para desencadenar el poder) también participaron minorías étnicas como las comunidades latina y afroamericana.
Para los activistas, la epidemia supuso el cierre de una brecha  entre los grupos; las lesbianas ocupaban puestos importantes en las asociaciones que promovían el sexo seguro, la atención de los infectados y las campañas para obtener más financiación para la investigación,  y lograron el debilitamiento del separatismo lésbico.
En junio de 1981, el Centro para el control y la prevención de enfermedades (CAC) publica el primer informe sobre un síndrome que afectaba sobre todo a jóvenes gays. Al principio, los especialistas lo llamaron Inmunodeficiencia Relacionada con los Gays (GRID) y un año después le cambiaron el nombre a Síndrome de Inmunodeficiencia Humana (HIV).
Otra particularidad importante en la década de los 80  se dio en cierta transformación de los espacios sociales homosexuales. Los bares queer existían desde hacía mucho tiempo (recordemos el desprecio de los grupos homófilos hacia ese tipo de lugares) y eran en su mayoría mixtos, frecuentados tanto por homosexuales como por heterosexuales. Estos lugares  cambiaban constantemente y no permanecían abiertos mucho tiempo,  debido a las continuas redadas de la policía y a la  incapacidad de afianzarse como sitios de encuentro: los llamados ace queen[11] y los sissies[12]  buscaban generalmente a  varones heterosexuales,  los trades [13](marineros, soldados, jóvenes de clase trabajadora), y no necesitaban los bares como lugares de encuentro, ya que los espacios urbanos, como los parques y los baños públicos, eran más útiles para sus fines.
En la década del 80, muchos gays buscaron a sus iguales para establecer relaciones; surge entonces en el argot el término clones para referirse a hombres homosexuales musculosos, con bigotes y patillas que generaron sus propios circuitos y estéticas: los machotes y los leathers[14] generaron un mundo más cerrado de lugares de sociabilidad con lugares específicos para mantener contactos sexuales como cuartos oscuros[15] y saunas.  Los locales que comienzan a aparecer a partir de Stonewall, pero sobre todo  proliferan  en la década de los 80, fueron concebidos exclusivametne para gays, por lo que los heterosexuales que los frecuentaban pasaron a ser llamados bisexuales o gays que no han salido del armario. (Rizzo, 2006)
Nos encontramos aquí con un mundo social cada vez más atomizado y segmentado con lugares específicos para leathers, travestis, bears[16], hombres jóvenes, mayores, etc. Los hombres vinculados a los grupos Leather y Bears  solían rechazar las posturas afeminadas  y la delicadeza de los homosexuales queen  y preferían el encuentro con sus iguales.  La práctica del ejercicio físico y del culto al cuerpo masculinizado que defendían llevó a que en los años 90 los gimnasios pasaran a ser el centro de la homosocialidad en las grandes ciudades.
A partir del éxito de la ActUp, se crea en 1990 un movimiento  llamado Queer[17] Nation que asume la lucha contra la homofobia y se propone lograrlogra la visibilidad de todo el espectro que formaban las colectividades gay y lésbica. Este grupo entendía que las políticas anteriores llevadas a cabo por los movimientos activistas no habían logrado cambiar la cultura heterosexual dominante ni  terminar con las políticas antihomosexuales.  El principal problema de gays y lesbianas era que la sociedad seguía asentada en bases heterosexuales y excluía a todas las otras opciones. Su principal objetivo como movimiento era desafiar la heteronormatividad  y crear una cultura pública queer.
Sus bases se centraban en la afirmación de que la heteronormatividad social era el origen de la dicotomía público/privado en la que lo público corresponde a lo heterosexual, y confina lo homosexual al ámbito privado. Este orden social deja al homosexual en un impasse de difícil solución: por un lado, el gay tiene que salir del armario, pero cuando lo hace, muchos protestan porque creen que la preferencia sexual de cada uno no tiene que ser asunto del dominio público. Aunque la sociedad pretenda y exija separar los ámbitos públicos y privados, esto no se aplica al heterosexual, por lo que el homosexual debe aceptar de buen grado el discurso público y constante sobre temas, supuestamente privados, de los heterosexuales[18]:
Lo que Eve Kosofsky Sedwick ha llamado de manera memorable “La epistemología del armario” es la mejor ilustración de este fenómeno. Sedwick ha mostrado que el closet es el lugar de una contradicción imposible: no puedes estar adentro y no puedes estar afuera. No puedes estar adentro, porque nunca estarás seguro de haber logrado mantener tu homosexualidad en secreto; después de todo, uno de los efectos de estar en el closet es que no puedes saber si las personas te tratan como straight porque las has engañado y no sospechan que eres gay, o porque te siguen el juego y gozan del privilegio epistemológico que les confiere tu ignorancia de que ellos lo saben. Pero si nunca puedes estar en el closet, tampoco puedes estar afuera, porque aquellos que alguna vez gozaron del privilegio epistemológico de saber que no sabes lo que ellos saben, se niegan a renunciar a tal privilegio e insisten en construir tu sexualidad como un secreto al que tienen un acceso especial, un secreto que se descubre ante su mirada lúcida y superior. (Halperin, op.cit., pp.54-55)

A partir del movimiento Queer Nation, el término queer comienza a adoptarse nuevamente, y cambia el sentido. Surge la denominación queer como reacción a las identidades gay y lésbica  a las que le hacían críticas importantes: el estancamiento que supone definir una identidad buscando la media, el estereotipo del concepto “gay positivo”[19] y la exclusión que supone  la definición de la identidad  según un criterio que deja fuera otros factores de diversidad como cuestiones de raza, clase social y nivel educativo. Rescatan los logros obtenidos por los activistas (cambios en legislaciones represoras, supresión de la homosexualidad como enfermedad en los tratados médicos, etc.), pero denuncian que  lo gay,  al mismo tiempo que se propone  derrumbar  los pilares de la heteronormatividad para hacer visible la exclusión,  le otorga la palabra a un tipo específico de homosexual (blanco, clase media, profesional, apolítico, occidental) y deja fuera del discurso a otras identidades. Tiene en sí mismo el germen de la exclusión.
 Si bien este grupo de lucha política se disuelve rápidamente, tuvo una importante repercusión al centrar su activismo en insistir en los aspectos queers del mundo heterosexual, y propugnar un cambio social al defender y demostrar  la inestabilidad de los conceptos de identidad y de comunidad.


[1] Uno de los axiomas más fuertes supone el esencialismo sexual. “Entender el sexo como fuerza natural que existe antes de la vida social y que da forma a las instituciones. Esta percepción está arraigada en Occidente y hace que se considere el sexo como algo eternamente inmutable, asocial y transhistórico”  (Córdoba, 2005 p.24). “Dominado durante más de un siglo por la medicina la psiquiatría y la psicología, el estudio académico del sexo ha reproducido el esencialismo. Todas estas disciplinas clasifican al sexo como propiedad de los individuos, algo que reside en sus hormonas o en sus psiques. El sexo puede, indudablemente, analizarse en términos psicológicos o fisiológicos, pero dentro de estas categorías etnocientíficas, la sexualidad no tiene historia ni determinantes sociales significativos” (Rubin, 1984, p.130).
[2] El término uranita apareció por primera vez en alemán (Uranier) como antecedente inmediato de homosexual. Fue utilizado por Karl Urlichs  a partir del vocablo Ourania (la celestial), epíteto de Afrodita, la diosa del amor.  En la mitología griega, Afrodita Urania fue una diosa celeste que no podía ser objeto de deseos carnales.  Con esta definición se pretendía rechazar la asociación entre homorerotismo y el delito y la enfermedad física  o mental y legitimar la orientación del deseo sexual entre hombres.
[3] Según el Online Etymology Dictionary, el término fue usado (en inglés) en 1892 por C.G. Chaddock en la traducción del trabajo del Barón Von Krafft-Ebing “Psychopathia Sexualis”. Trad. Libre
[4] Se conoce como los “años locos” o los “felices 20” a la década de 1920, entre el fin de la Primera Guerra Mundial y la crisis económica de 1929.
[5] En 1943, aparecen en Zurich algunos artículos de investigación médica que afirman la posibilidad de curar la homosexualidad a través de terapias de aversión. Este procedimiento proponía una readaptación de conductas a través de descargas eléctricas, hipnosis y exposición a imágenes eróticas, de modo que se inducía al paciente a olvidar o al menos a evitar expresar la desviación social.
[6] Anexo: tabla de identificación con triángulos de colores de los diferentes detenidos en el campo de concentración de Dachau.
[7] Cf. Esp.gayo, Port. gaio, It. gajo. Si bien en 1951 el OED (Oxford English Dictionary) integró la primera acepción del término como adjetivo para homosexual, la expresión “gey” cat (chico homosexual) ya aparecía en 1933 en el Underworld & Prision Dictionary de N.Erskine. (Online Etymology Dictionary) Trad. libre

[8] El homosexual no es perverso, sino la situación en la que vive.  El director  toma el nombre Rosa para recordar el color del triángulo que debían llevar los homosexuales condenados en los campos de concentración nazi.
[9] Término que también significa afuera.
[10] La expresión  “coming out of the closet”, salir del armario, es usada en argot gay para definir el hecho de asumir y hacer pública la homosexualidad. Su origen sociolingüístico se basa, según algunos historiadores, en el tradicional “coming out party” (baile de debutantes en las que se introducía a las jóvenes adineradas en la sociedad dando a entender que ya eran adultas y podían casarse) y que en principio el argot toma para referirse a la introducción de alguien en la subcultura gay. Para un análisis más profundo ver: Chauncey, George (2004) Gay New York: Gender, Urban Culture, and the Making of the Gay Male World, 1890–1940. New York: Basic Book
[11] Homosexual muy afeminado que en ocasiones puede ser confundido con una mujer.
[12] Término bastante común en el argot gay.  Al no existir un estudio formal sobre el argot gay  puedo en todo caso aventurar una explicación para dar cuenta de la expresión. Posiblemente derive del término sister (hermana) y es una término peyorativo que identifica a un chico joven que no cumple la imagen tradicional asociada a su género. Un hombre será considerado sissy por mostrar interés en hobbies o trabajos tradicionalmente femeninos, por comportamiento afeminado, por  mostrar cobardía o por no tener un cuerpo atlético o al menos marcadamente masculino. En español, el término que más se le aproxima es el de marica o maricón, que deriva de María (nombre muy común en español). El término marica o maricón tiene un sentido de debilidad, feminidad y pasividad (características tradicionalmente asociada al género femenino y cuyo principal exponente es la virgen María, modelo de mujer cristiano) que relaciona a este tipo de hombres a los cultos marianos. Un sissy es el opuesto al término camionera, usado para definir a las mujeres (sobre todo lesbianas) que tienen comportamientos o cumplen trabajos en roles tradicionalmente masculinos.
[13] Referido a individuos que suelen mantener relaciones con otros a cambio de regalos y dinero, pero que no se consideran homosexuales. En español, el término más utilizado es chulo.
[14] Leather (cuero) es una subcultura que comprende ciertas prácticas, instrumentos y vestimentas que se organizan con un fin erótico.  Una de las formas distintivas es el uso de artículos de cuero e indumentaria de color negro. Si bien esta subcultura es muy visible en el mundo gay,  no es exclusiva de ese grupo.  A pesar de que en el imaginario se asocia la cultura leather a prácticas BDSM, en muchas ocasiones el uso del cuero y de indumentaria negra es una moda erótica que busca realzar la masculinidad del portador y proyecta su poder sexual.
[15] Salas oscuras o con muy poca luz en las que se tiene sexo sin ver al partenaire.  Algunos locales tienen varias salas, con distintos grados de oscuridad, tipo catacumbas.
[16] Los bears (osos) forman una subcultura dentro de la comunidad gay. Se caracterizan por su cuerpo grande y el orgullo por tener vello facial y corporal. Dentro de esta comunidad existen subcategorías: chubbies (gordos), cub (chachorros jóvenes), muscle bear (oso musculado), polar bear (oso con muchas canas) etc. Los osos defienden una actitud masculina y rechazan el estereotipo de homosexual afeminado.
[17] El término queer proviene de la raíz indoeuropea twerkw que significa “a través”(Kosofsky,1993, pág.63)  y que comparte con el alemán quer (transversal), el término latino torquere (torcer) y el inglés athwart (transversalmente).La acepción más común en la lengua inglesa es la de bizarro, extraño, enfermo, anormal. Durante mucho tiempo se lo utilizó para describir algo que tenía un comportamiento excéntrico.
[18] Este doble discurso se hace evidente en algunas reacciones cotidianas: una pareja de gays caminando de la mano por la ciudad, dándose un beso o intercambiando cualquier tipo de demostración afectiva suele levantar críticas del tipo “no tienen por qué hacerlo evidente”,  en cambio una pareja heterosexual en la misma situación no es cuestionada, ni en el mundo real, ni en las imágenes publicitarias.
[19] “(…) la vida gay ha producido sus propios  regímenes disciplinarios, sus propias técnicas de normalización, bajo la forma de cortes de pelo obligatorios, camisetas, dietas, equipos de cuero, body piercing y ejercicio físico (la rutina diaria en el gimnasio, por ejemplo, ¿es una liberación o un trabajo forzado?).” (Halperin, op.cit., p.52)