Butler afirmará que entender el sexo como la
base natural del sistema de género es la consecuencia de una lógica social ya
marcada por la normativa de género, en la que el sexo se presupone como una tábula
rasa sobre la que se construyen las expectativas del género y de la sexualidad.
En el discurso de Butler, sexo y género son
desencializados y, por lo tanto, desestabilizan la categoría “mujer” y obligan
a la teoría feminista a repensar sus supuestos para entender que cuando se
utiliza un término como “mujeres”, éste no describe tanto a un sujeto
colectivo, un grupo que comparte características esenciales, sino que, en todo
caso, se lo usa como un significante político, ya que, como afirmaba Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, se
llega a serlo” (Butler 2006, p. 40) (Córdoba, 2005, p. 35). Este proceso de
desencialización del género sirvió como disparador discursivo a una serie de
colectivos que habían sido segregados
por la narrativa binaria del género, y parte de una revisión sobre la oposición
clásica entre naturaleza/cultura y su
habitual transposición al sistema sexo/género. Ya no se entiende el sexo como tábula
rasa, como pasividad material sobre la que edificar los caracteres genéricos,
sino como lugar a cuestionar:
El
género también es el medio discursivo/cultural mediante el cual la ‘naturaleza
sexuada’ o un ‘sexo natural’ se produce y establece como prediscursivo, previo
a la cultura, una superficie sobre la cual actúa la cultura. (2006, op.cit., p.
40)
Butler entenderá que esta
superficie se sitúa siempre en un contexto cultural determinado, en un marco de interpretación preestablecido,
asumiendo que:
Si el
cuerpo es una situación, como ella [Simone de Beauvoir] dice, no se puede hacer
una referencia a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante
significados culturales; por lo tanto el sexo podría no cumplir con las
condiciones de una facticidad anatómica prediscursiva, de hecho se verá que el
sexo, por definición, siempre ha sido género (op. cit., p.41)
Para la autora, el género no es la expresión de
una esencia, de una interioridad del individuo, ni tampoco una simple
interpretación cultural del sexo entendido como algo que preexiste al género.
Entiende que la necesidad de dotarlo de la estabilidad necesaria para que los
sujetos se vuelvan inteligibles dentro del marco heteronormativo hace que el
sistema dependa de una alineación ideal entre sexo, género y sexualidad. A
partir de los trabajos de Butler, ya no
será viable pensar el género como
afirmación de una esencia interior ni como la interpretación cultural
del sexo como algo que preexiste al género. Considero importante aclarar, para
evitar cierta lectura errónea (pero bastante común) de Butler, que su discurso
no niega que el sexo exista, no trata de negar la materialidad del cuerpo al
postular un constructivismo radical, sino
que defiende la idea de que un sexo ‘natural’, configurado en dos
posiciones opuestas y complementarias, forma parte del dispositivo organizativo
de la heteronormatividad. Esta
pretendida estabilidad del género, que hace que los sujetos sean inteligibles
en un marco heteronormativo, depende de una alineación y correspondencia
idealizada entre las nociones de sexo, género y sexualidad: la correspondencia
entre esos tres factores falla
continuamente[1].
La
interpelación ideológica del género
Uno de los pilares iniciales del análisis que hace Butler sobre la formación del sujeto sexual será la teoría
de la interpelación ideológica propuesta por Althusser (1970). En su texto Ideología y aparatos ideológicos de Estado:
Freud y Lacan, el filósofo
francés entiende que es a través de la
interpelación que los distintos aparatos de dominación convierten al individuo
en sujeto.
La ideología crea al sujeto que interpela como origen de los significados,
cuando en realidad es un efecto, una consecuencia. Este proceso de interpelación se produce mediante un doble mecanismo: por
un lado, el sujeto es creado mediante el propio acto de reconocimiento, y, por
otro, genera la ilusión de que ese sujeto estaba allí antes de que se produjese
la interpelación, es decir, como preexistente al acto mismo. Althusser afirma
que la ideología funciona mediante el juego de reconocimiento/desconocimiento:
reconocimiento del individuo en la norma que lo interpela y
desconocimiento de que es justamente la
norma la que crea al sujeto al generar la sensación de que el sujeto
“siempre-ya” ha estado ahí
(…) la
ideología ha siempre-ya interpelado a los individuos como sujetos; esto equivale
a determinar que los individuos son siempre-ya interpelados por la ideología
como sujetos, lo cual necesariamente nos lleva a una última proposición: los
individuos son siempre-ya sujetos. (op.cit,
p.57)
El trabajo teórico de Butler afirma que a
través del mecanismo de interpelación utilizado por el sistema sexual y de
género imperante en las sociedades heternormativas, los individuos son
convocados a identificarse con determinadas conductas e identidades a través de
la ilusión de que esas identidades son manifestaciones de una esencia personal,
anterior al acto de interpelación. Bajo esta perspectiva, el género y
la identidad sexual son un efecto
ilusorio de la repetición constante de ciertas performances o actuaciones
y no
la manifestación de una esencia que los individuos exteriorizan al
adoptar determinadas conductas. No hay
nada de esencial en las actuaciones de género, sino simples repeticiones
rituales y compulsivas de conductas determinadas por la matriz heterosexual.
Entiendo que, pese a la insistencia del sistema de género en asociar la
identidad de género al “ser”, en realidad responde más a la lógica del “hacer”.
La identidad, entonces, no es un dato
natural inscripto en el cuerpo, sino que responde a una lógica histórica; surge
mediante ciertos lenguajes, enmarcado en un contexto específico y responde
siempre a determinadas necesidades culturales. En el marco cultural de la
Antigua Grecia no era necesaria la creación de una identidad heterosexual u
homosexual para ordenar el mundo, eran otras las categorías que daban cuenta
del orden de los sujetos en aquél.
A través de la interpelación y específicamente
de la nominalización, se asigna la identidad al individuo. El acto de designar
crea la realidad nombrada, delimita sus posibilidades de existencia, y, al mismo tiempo, el efecto ilusorio de que
esa realidad siempre estuvo allí para ser nombrada. Entra en juego en esta
perspectiva la noción de lenguaje como creador de realidad[2] más que como sistema neutral
de mera descripción de realidad. Siguiendo el ejemplo propuesto por Butler,
cuando el médico le dice a los padres de un recién nacido “es un varón” o “es
una niña” se inviste a ese ser con una carga simbólica que determina desde ese
momento sus condiciones de existencia y, en consecuencia, la sociedad lo
interpela a identificarse con una identidad sexual determinada y a adoptar
determinados parámetros de conducta, que excluye otras posibilidades.
A partir de aquí es que Butler recurrirá a la noción de enunciación performativa de
Austin y la crítica que hará Derridá a
esta noción.
El
género como acto performativo. La identidad como constructo precario
John Austin (1962) diferencia los actos de habla en
constatativos y performativos. Mientras
los constatativos describen una realidad
exterior que puede ser juzgada en términos de verdad o falsedad dependiendo de si se ajustan o no a lo
referido, los performativos crean la realidad que nombran.[3]
El acto performativo no será considerado en
términos de verdadero/falso, sino en base a su eficacia, de sus
resultados. Se puede entender la teoría
de la interpelación de Althusser como acto performativo que constituye al
sujeto; un sujeto que no existe antes de la interpelación, sino que es
producido por la misma operación que establece los parámetros para su
identificación en el entramado social. De este modo, el poder produce aquello
que solo afirma representar.
Butler entiende que el lenguaje produce
identidad, y que el género se construye
en base a actos léxicos performados diariamente. La identidad de género deja
así de ser pensada como la consecuencia de factores biológicos y pasa a ser el resultado de prácticas, de comportamientos y actitudes que están determinados
por el lenguaje. Me atrevo a pensar que el sistema de género es, en sí mismo,
un lenguaje[4].
Este sistema de identificación de género, este
lenguaje, no es en principio represivo, sino productivo, como la noción de
poder propuesta por Foucault: produce significados. El
régimen dominante crea e impone desde arriba ciertas estructuras formales que
producen al sujeto sexuado (certificados de nacimiento, pasaportes, documentos
de identidad, etc.) y, al mismo tiempo, los significados de género producidos por el lenguaje se mantienen y reproducen desde abajo, en las interacciones cotidianas.
Aceptar la interpelación
ideológica como origen del sujeto y la constitución de su identidad en términos
perfomativos implica asumir que el
vínculo entre un signo/nombre y un grupo de sujetos (“gay”, “mujer”) no está
dado por una esencia compartida, sino
por el propio acto de nominación y la identificación de esos sujetos con el
signo. Desde esta perspectiva, toda política de identidad no puede ser pensada
como representación de los intereses de un grupo de individuos, sino como la
recreación constante del referente:
La única definición posible de un objeto en su
identidad es que éste es el objeto que siempre es designado con el mismo
significante (…). Es el significante el que constituye el núcleo de la
‘identidad’ del objeto. (Zizek, 2010, pág. 139)
Para Butler, el género es definido mediante una
repetición performática, que imita constantemente una forma ideal, una fantasía
de ser hombre/mujer, determinada socialmente. No hay un género masculino propio
del varón ni uno femenino perteneciente a la mujer, sino una repetición
coercitiva y compulsiva como modo de aproximación y representación de los
modelos fantasmáticos ontológicos de ‘hombre’ y ‘mujer’ exigidos por la norma.
Entiende que el sistema de relación que desarrollan algunas parejas de
lesbianas o gays, adoptando posturas dicotómicas, femenina/camionero (feme/butch) y macho alfa/afeminado
respectivamente, revelan la estructura imitativa del género.
Las categorías
de identidad “tienden
a ser instrumentos de regímenes regularizadores, tanto si actúan como
categorías normalizadoras de estructuras opresivas, como si sirven de puntos de
encuentro de una oposición
liberadora de esa misma opresión” (Butler, 2000,85), ya que, en
definitiva, cualquier categoría identitaria controla el erotismo, describe y
autoriza posibilidades. En este sentido, Butler entiende con Foucault que
hablar de homosexualidad en sí mismo es
una extensión del discurso homofóbico.
Términos
como gay y lesbiana no revelan nada, solo existen por la necesidad de representar
a un sector políticamente oprimido que, al asumir como propio el signo, ingresa
al sistema como paradigma de lo que debe ser controlado, clasificado, regulado.
La naturalización de la homosexualidad es una especie de máscara necesaria para
representar. El individuo será “más
gay” cuanto más cercana esté su performance a la
representación creada y puesta a
circular por el imaginario social
sobre “ser gay”. Basta pensar en la imagen mental que hacemos
frente al signo “gay” y qué expectativas
nos genera en cuanto a gestualidad, sensibilidad, subjetividad, para
entender que muchas veces son asumidos por los propios gays como un deber ser
ideal. Butler afirmará que el juego
performático no es el resultado de un “yo” que interpreta su homosexualidad como si fuera un rol en una
obra de teatro, sino de un mecanismo arraigado en lo psíquico a través de la
repetida representación del yo homosexual. La representación de la identidad de
género no es como ir a un armario y decidir qué traje vamos a usar hoy, sino la
ilusión de una esencia que está allí desde siempre.
Podemos pensar la decisión
de “salir del armario”, en términos
performativos, como un acto por el cual se produce la identificación del sujeto
con el signo “homosexual” para asumir así
todas las significaciones dadas por los discursos dominantes a esa categoría
específica. La salida del armario
produce al sujeto homosexual porque lo sitúa en un campo significante
determinado, y hace necesaria una
resignificación de su historia vital que
busca los estigmas/marcas que den soporte
a la nueva identidad personal (Córdoba, 2003) (Goffman, 2008).
Está búsqueda de marcas que generan la sensación de naturalidad, la esencialidad y unicidad de la identidad
del sujeto es posible porque, como vimos, el proceso de interpelación crea la
ilusión de un origen de una realidad que siempre ha estado allí (y que
establece el carácter retroactivo y
especular del proceso de identificación/interpelación)
En este proceso de identificación que provoca
la ilusión de una identidad originaria, cualquier desvío previo con respecto a lo heteronormativo, que, antes de la salida del armario, pasaba
desapercibido y sería aceptable, se convierte en síntoma que afirma la
naturaleza y la esencia de ese sujeto en el marco significante del nuevo signo
(homosexual). Hasta que el signo heterosexual no es suplantado por homosexual,
muchos elementos discordantes con la norma
heterosexual ideal son considerados intrascendentes, pero adquieren
después suma importancia como bases que fundamentan la nueva identidad ya que,
siguiendo a Zizek (1989, p.134) lo que garantiza la identidad de un objeto
en aquellas situaciones que la contradicen es el efecto retroactivo de la
nominación, “es el nombre, el significante el que es el soporte de la
indentidad del objeto”[5].
Según Butler, la autodefinición homosexual
siempre es interpretada como conducta contagiosa y ofensiva. Decir “soy
homosexual” funciona no solo como frase descriptiva, sino que hace evidente la
conducta homosexual. El propio acto de enunciación atribuye aquello que dice y,
según la autora, es habitualmente mal interpretado como “te deseo sexualmente”,
como anuncio del acto en sí mismo, como vehículo de seducción. La enunciación
pública de deseo homosexual nunca es considerada como la simple afirmación de
deseo entre personas del mismo sexo, sino como una afrenta y una amenaza al
interlocutor heterosexual. La práctica homosexual está más relacionada al
ejercicio discursivo que le otorga significado, que a la experiencia sexual en
sí misma.
Austin entiende que los actos de habla
performativos están determinados por la
autoridad del enunciador del discurso y de las condiciones del contexto en el
que se realiza. Descarta en su análisis aquellos escenarios en los que, si se
rompen determinadas reglas, el performativo no resulta satisfactorio[6].
Bajo esta perspectiva, cuando el acto performativo del tipo “yo los declaro
unidos en matrimonio” es enunciado por un actor en un escenario, el
performativo falla porque el sujeto no tiene autoridad para crear realidad y
porque el contexto no es el adecuado para tal fin.
Derridá entiende el fracaso de los perfomativos
como parte de su propia condición de existencia, y es justamente esa posibilidad la que interesa. Mientras Austin
descarta aquellos escenarios que no cumplan las condiciones de contexto que
aseguren la efectividad de la repetición ritual del performativo, para Derrida
es precisamente su carácter ritual, que se basa en un código conocido, lo que
hace posible que opere en contextos distintos, y adquiere significados
diferentes. La iterabilidad[7] del signo, el carácter repetible del performativo,
hace imposible determinar su significado de antemano, ya que permite que el
signo funcione en contextos diferentes al original y se modifique en cada uno
de ellos.
Butler afimará que la “enunciación injuriosa
acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un
conjunto de prácticas autoritarias precedentes” (2007, p.58). Este es el caso de signos como “maricón” o queer: que aun cuando en sus contextos originales fueron elaborados
como términos insultantes o injuriosos que buscaban la exclusión del sujeto
homosexual al construirlo como algo abyecto, son subvertidos y
recontextualizados por los propios sujetos que designa y utilizados como forma
de afirmación de identidad.
Las
caracterizaciones insultantes se
transforman en lugares de creación de identidades que se resisten a ser
normalizadas, que sospechan del poder que pretende la universalización y, en
consecuencia, la formación de ghettos, a las que responden con estrategias
hiper-identitarias y al mismo tiempo post-identitarias que resisten el discurso que el régimen
dominante - blanco, colonial y heterosexual- elabora sobre lo humano. Este acto
de apropiarse de la injuria y establecerla como elemento de autonominación
constituye un cambio en el proceso de
significación, y logra que un signo con
fuertes connotaciones negativas sea
reutilizado como elemento de identificación colectiva, de construcción
de identidad y sentimiento de comunidad. Mediante la apropiación del signo y su utilización
como elemento de articulación identitaria, se provoca un desplazamiento de la
legitimidad de esa nominación desde el centro de poder heteronormativo hacia
los sujetos que originalmente habían sido excluidos del sistema por el mismo
signo que ahora ostentan.
Si toda
identidad está signada por la posibilidad de ser resignificada como consecuencia de la naturaleza iterable
del signo que la define, la determinación de cada significado sólo es posible al reprimir o excluir otras
alternativas. Toda identidad supone
entonces la necesidad de construir a otro exterior que marque sus límites
y su propia interioridad.
Pero
ese margen necesario forma parte al
mismo tiempo de su propio dispositivo de producción y reproducción, por lo que
finalmente será parte de sí mismo y por lo tanto amenazará constantemente su
estabilidad. La construcción de una identidad heterosexual solo es posible si se excluyen y marginan otras
posibilidades, para generar ese otro exterior con el que marca sus límites
(normal/anormal) y domina desde su centralidad. La necesidad de demarcar el
afuera, a través de la doble operación de exclusión de las alternativas, y el intento de borradura de las huellas de la
operación de exclusión (que crea la ficción de un origen esencial que existió
siempre y que genera la sensación de estabilidad a una determinada identidad que, en definitiva, no es más que el resultado de esa operación)
muestran la condición de incompleta, precaria y por lo tanto fracasada de
cualquier identidad.
[1] Los conceptos de
hombre/mujer y masculino/femenino se han considerado categorías dicotómicas que
mantienen una correspondencia perfecta. Desde esta perspectiva, a un cuerpo de
hombre le corresponde un género masculino, por lo que la identidad que valida es aquella determinada por el sexo y
presupone que el individuo debe adecuar su subjetividad (su deseo) a su cuerpo.
Cuando esa relación falla, el individuo
es signado bajo el estigma de “desviado”.
[2] El logos como creador nos remite al génesis bíblico.
[3] En una boda por ejemplo,
el enunciado “sí, quiero” o “yo los
declaro marido y mujer” no constata una realidad, la crea. Esa realidad
(matrimonio) no existía antes del acto performativo que le dio origen.
[4] Entiendo lenguaje como un conjunto de signos regulados
por normas que cambian en el tiempo y en el espacio.
[5] Pensemos por un momento en la revisión que hacemos
todos de la historia personal de un amigo de años que nos dice que es
homosexual: son comunes las expresiones del tipo “siempre fue un poco delicado”
“tenía una sensibilidad especial” etc.
Cualquier aspecto de su vida pasada que habría sido tomado como detalle insignificante
con respecto a la matriz heterosexual, pasa a ser síntoma que evidenciaba una
esencia y que ahora viene a dar explicación y carácter originario al nuevo
individuo bajo la impronta del signo “homosexual”.
[6] Según la teoría de los
infortunios, hay ciertas reglas que el acto performativo debe cumplir. Debe
existir un procedimiento convencional,
que incluya la emisión de determinadas palabras por determinadas personas y en
determinados contextos, que tengan
cierto efecto convencional. Pero,
además, las palabras y los contextos deben ser apropiados para la invocación
del procedimiento específico.
[7] La iterabilidad del
signo supone una capacidad de “repetibilidad” que altera, que separa la intención significante de sí misma
y hace que la significación difiera. Según Derridá, la escritura no es posible
si no puede repetirse y significar otra cosa que lo que significa. “Todo signo,
lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de
esta oposición) (…) puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede
romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de
manera absolutamente no saturable.Esto no supone que la marca valga fuera de
contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de
anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta
iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso
(normal/anormal) sin lo cual una marca no podría siquiera tener un
funcionamiento llamado ‘normal’”. (Derridá, 1967, pp.361-362)