domingo, 27 de mayo de 2012

Desnaturalización y desencialización de la sexualidad. Aproximación a la teoría de Judith Butler


 Cuando en 1990 Judith Butler irrumpe en los ámbitos académicos con su texto El género en disputa, el debate dentro del feminismo y los estudios de género se articulaba en base a dos posiciones. Por un lado, aquella que entendía el género como una interpretación del sexo  determinada por la cultura y,  por otro lado,  la que afirmaba que la diferencia sexual es inevitable. Ambas posiciones asumían que el sexo era un elemento subordinado de la anatomía, definido como lo dado naturalmente  y no era cuestionado como dependiente de configuraciones socio-históricas.
Butler afirmará que entender el sexo como la base natural del sistema de género es la consecuencia de una lógica social ya marcada por la normativa de género, en la que el sexo se presupone como una tábula rasa sobre la que se construyen las expectativas del género y de la sexualidad.
En el discurso de Butler, sexo y género son desencializados y, por lo tanto, desestabilizan la categoría “mujer” y obligan a la teoría feminista a repensar sus supuestos para entender que cuando se utiliza un término como “mujeres”, éste no describe tanto a un sujeto colectivo, un grupo que comparte características esenciales, sino que, en todo caso, se lo usa como un significante político, ya que, como afirmaba  Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, se llega a serlo” (Butler 2006, p. 40) (Córdoba, 2005, p. 35). Este proceso de desencialización del género sirvió como disparador discursivo a una serie de colectivos  que habían sido segregados por la narrativa binaria del género, y parte de una revisión sobre la oposición clásica entre  naturaleza/cultura y su habitual transposición al sistema sexo/género. Ya no se entiende el sexo como tábula rasa, como pasividad material sobre la que edificar los caracteres genéricos, sino como lugar a cuestionar:
El género también es el medio discursivo/cultural mediante el cual la ‘naturaleza sexuada’ o un ‘sexo natural’ se produce y establece como prediscursivo, previo a la cultura, una superficie sobre la cual actúa la cultura. (2006, op.cit., p. 40)

Butler entenderá que esta superficie se sitúa siempre en un contexto cultural determinado,  en un marco de interpretación preestablecido, asumiendo que:
Si el cuerpo es una situación, como ella [Simone de Beauvoir] dice, no se puede hacer una referencia a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por lo tanto el sexo podría no cumplir con las condiciones de una facticidad anatómica prediscursiva, de hecho se verá que el sexo, por definición, siempre ha sido género (op. cit., p.41)

Para la autora, el género no es la expresión de una esencia, de una interioridad del individuo, ni tampoco una simple interpretación cultural del sexo entendido como algo que preexiste al género. Entiende que la necesidad de dotarlo de la estabilidad necesaria para que los sujetos se vuelvan inteligibles dentro del marco heteronormativo hace que el sistema dependa de una alineación ideal entre sexo, género y sexualidad. A partir de los trabajos de Butler,  ya no será viable pensar el género como  afirmación de una esencia interior ni como la interpretación cultural del sexo como algo que preexiste al género. Considero importante aclarar, para evitar cierta lectura errónea (pero bastante común) de Butler, que su discurso no niega que el sexo exista, no trata de negar la materialidad del cuerpo al postular un constructivismo radical, sino   que defiende la idea de que un sexo ‘natural’, configurado en dos posiciones opuestas y complementarias, forma parte del dispositivo organizativo de la heteronormatividad.  Esta pretendida estabilidad del género, que hace que los sujetos sean inteligibles en un marco heteronormativo, depende de una alineación y correspondencia idealizada entre las nociones de sexo, género y sexualidad: la correspondencia entre esos tres factores falla  continuamente[1].

La interpelación ideológica del género

Uno de los pilares iniciales del análisis  que hace Butler sobre  la formación del sujeto sexual será la teoría de la interpelación ideológica propuesta por Althusser (1970). En su texto Ideología y aparatos ideológicos de Estado: Freud y Lacan,  el filósofo francés  entiende que es a través de la interpelación que los distintos aparatos de dominación convierten al individuo en sujeto.
 La ideología crea al sujeto  que interpela como origen de los significados, cuando en realidad es un efecto, una consecuencia.   Este proceso de interpelación  se produce mediante un doble mecanismo: por un lado, el sujeto es creado mediante el propio acto de reconocimiento, y, por otro, genera la ilusión de que ese sujeto estaba allí antes de que se produjese la interpelación, es decir, como preexistente al acto mismo. Althusser afirma que la ideología funciona mediante el juego de reconocimiento/desconocimiento: reconocimiento del individuo en la norma que lo interpela y desconocimiento  de que es justamente la norma la que crea al sujeto al generar la sensación de que el sujeto “siempre-ya” ha estado ahí
(…) la ideología ha siempre-ya interpelado a los individuos como sujetos; esto equivale a determinar que los individuos son siempre-ya interpelados por la ideología como sujetos, lo cual necesariamente nos lleva a una última proposición: los individuos son siempre-ya sujetos. (op.cit, p.57)

El trabajo teórico de Butler afirma que a través del mecanismo de interpelación utilizado por el sistema sexual y de género imperante en las sociedades heternormativas, los individuos son convocados a identificarse con determinadas conductas e identidades a través de la ilusión de que esas identidades son manifestaciones de una esencia personal, anterior al acto de interpelación. Bajo esta perspectiva,  el género y  la  identidad sexual son un efecto ilusorio de la repetición constante de ciertas performances o actuaciones y  no  la manifestación de una esencia que los individuos exteriorizan al adoptar determinadas conductas.  No hay nada de esencial en las actuaciones de género, sino simples repeticiones rituales y compulsivas de conductas determinadas por la matriz heterosexual. Entiendo que, pese a la insistencia del sistema de género en asociar la identidad de género al “ser”, en realidad responde más a la lógica del “hacer”. La identidad, entonces, no  es un dato natural inscripto en el cuerpo, sino que responde a una lógica histórica; surge mediante ciertos lenguajes, enmarcado en un contexto específico y responde siempre a determinadas necesidades culturales. En el marco cultural de la Antigua Grecia no era necesaria la creación de una identidad heterosexual u homosexual para ordenar el mundo, eran otras las categorías que daban cuenta del orden de los sujetos en aquél.
A través de la interpelación y específicamente de la nominalización, se asigna la identidad al individuo. El acto de designar crea la realidad nombrada, delimita sus posibilidades de existencia, y,  al mismo tiempo, el efecto ilusorio de que esa realidad siempre estuvo allí para ser nombrada. Entra en juego en esta perspectiva la noción de lenguaje como creador de realidad[2] más que como sistema neutral de mera descripción de realidad.  Siguiendo el ejemplo propuesto por Butler, cuando el médico le dice a los padres de un recién nacido “es un varón” o “es una niña” se inviste a ese ser con una carga simbólica que determina desde ese momento sus condiciones de existencia y, en consecuencia, la sociedad lo interpela a identificarse con una identidad sexual determinada y a adoptar determinados parámetros de conducta, que excluye otras posibilidades.
A partir de aquí  es que Butler recurrirá  a la noción de enunciación performativa de Austin y  la crítica que hará Derridá a esta noción.

El género como acto performativo. La identidad como constructo precario

John Austin (1962)  diferencia los actos de habla en constatativos y performativos.  Mientras los constatativos  describen una realidad exterior que puede ser juzgada en términos de verdad o falsedad  dependiendo de si se ajustan o no a lo referido, los performativos crean la realidad que nombran.[3]
El acto performativo no será considerado en términos de verdadero/falso, sino en base a su eficacia, de sus resultados.  Se puede entender la teoría de la interpelación de Althusser como acto performativo que constituye al sujeto; un sujeto que no existe antes de la interpelación, sino que es producido por la misma operación que establece los parámetros para su identificación en el entramado social. De este modo, el poder produce aquello que solo afirma representar.
Butler entiende que el lenguaje produce identidad, y que el género  se construye en base a actos léxicos performados diariamente. La identidad de género deja así de ser pensada como la consecuencia de factores biológicos  y pasa a ser el resultado de prácticas, de  comportamientos y actitudes que están determinados por el lenguaje. Me atrevo a pensar que el sistema de género es, en sí mismo, un lenguaje[4].
Este sistema de identificación de género, este lenguaje, no es en principio represivo, sino productivo, como la noción de poder propuesta por Foucault: produce significados. El régimen dominante crea e impone desde arriba ciertas estructuras formales que producen al sujeto sexuado (certificados de nacimiento, pasaportes, documentos de identidad, etc.) y, al mismo tiempo, los significados  de género producidos por el lenguaje  se mantienen y reproducen  desde abajo, en las interacciones cotidianas.
Aceptar la interpelación ideológica como origen del sujeto y la constitución de su identidad en términos perfomativos implica asumir que  el vínculo entre un signo/nombre y un grupo de sujetos (“gay”, “mujer”) no está dado por una esencia compartida,  sino por el propio acto de nominación y la identificación de esos sujetos con el signo. Desde esta perspectiva, toda política de identidad no puede ser pensada como representación de los intereses de un grupo de individuos, sino como la recreación constante del referente:
La única definición posible de un objeto en su identidad es que éste es el objeto que siempre es designado con el mismo significante (…). Es el significante el que constituye el núcleo de la ‘identidad’ del objeto. (Zizek, 2010, pág. 139)
Para Butler, el género es definido mediante una repetición performática, que imita constantemente una forma ideal, una fantasía de ser hombre/mujer, determinada socialmente. No hay un género masculino propio del varón ni uno femenino perteneciente a la mujer, sino una repetición coercitiva y compulsiva como modo de aproximación y representación de los modelos fantasmáticos ontológicos de ‘hombre’ y ‘mujer’ exigidos por la norma. Entiende que el sistema de relación que desarrollan algunas parejas de lesbianas o gays, adoptando posturas dicotómicas, femenina/camionero (feme/butch) y macho alfa/afeminado respectivamente, revelan la estructura imitativa del género.
Las categorías  de identidad “tienden a ser instrumentos de regímenes regularizadores, tanto si actúan como categorías normalizadoras de estructuras opresivas, como si sirven de puntos de encuentro de una oposición liberadora de esa misma opresión” (Butler, 2000,85), ya que, en definitiva, cualquier categoría identitaria controla el erotismo, describe y autoriza posibilidades. En este sentido, Butler entiende con Foucault que hablar de homosexualidad en sí mismo es  una extensión del discurso homofóbico.
 Términos como gay y lesbiana no revelan nada, solo existen por la necesidad de representar a un sector políticamente oprimido que, al asumir como propio el signo, ingresa al sistema como paradigma de lo que debe ser controlado, clasificado, regulado. La naturalización de la homosexualidad es una especie de máscara necesaria para representar. El individuo será  “más gay”  cuanto más  cercana esté su performance a la representación  creada y puesta a circular  por el imaginario social sobre  “ser gay”.  Basta pensar en la imagen mental que hacemos frente al signo “gay” y qué expectativas  nos genera en cuanto a gestualidad, sensibilidad, subjetividad, para entender que muchas veces son asumidos por los propios gays como un deber ser ideal.  Butler afirmará que el juego performático no es el resultado de un “yo” que interpreta su  homosexualidad como si fuera un rol en una obra de teatro, sino de un mecanismo arraigado en lo psíquico a través de la repetida representación del yo homosexual. La representación de la identidad de género no es como ir a un armario y decidir qué traje vamos a usar hoy, sino la ilusión de una esencia que está allí desde siempre.
Podemos pensar la decisión de  “salir del armario”, en términos performativos, como un acto por el cual se produce la identificación del sujeto con el signo “homosexual”  para asumir así todas las significaciones dadas por los discursos dominantes a esa categoría específica.  La salida del armario produce al sujeto homosexual porque lo sitúa en un campo significante determinado, y  hace necesaria una resignificación  de su historia vital que busca los estigmas/marcas que den soporte  a la nueva identidad personal (Córdoba, 2003) (Goffman, 2008).
Está búsqueda de marcas  que generan la sensación de naturalidad,  la esencialidad y unicidad de la identidad del sujeto es posible porque, como vimos, el proceso de interpelación crea la ilusión de un origen de una realidad que siempre ha estado allí (y que establece el carácter retroactivo  y especular del proceso de identificación/interpelación) 
 En este proceso de identificación que provoca la ilusión de una identidad originaria, cualquier desvío previo  con respecto a lo heteronormativo, que,  antes de la salida del armario, pasaba desapercibido y sería aceptable, se convierte en síntoma que afirma la naturaleza y la esencia de ese sujeto en el marco significante del nuevo signo (homosexual). Hasta que el signo heterosexual no es suplantado por homosexual, muchos elementos discordantes con la norma  heterosexual ideal son considerados intrascendentes, pero adquieren después suma importancia como bases que fundamentan la nueva identidad ya que, siguiendo a Zizek (1989, p.134)  lo que garantiza la identidad de un objeto en aquellas situaciones que la contradicen es el efecto retroactivo de la nominación, “es el nombre, el significante el que es el soporte de la indentidad del objeto”[5].

Según Butler, la autodefinición homosexual siempre es interpretada como conducta contagiosa y ofensiva. Decir “soy homosexual” funciona no solo como frase descriptiva, sino que hace evidente la conducta homosexual. El propio acto de enunciación atribuye aquello que dice y, según la autora, es habitualmente mal interpretado como “te deseo sexualmente”, como anuncio del acto en sí mismo, como vehículo de seducción. La enunciación pública de deseo homosexual nunca es considerada como la simple afirmación de deseo entre personas del mismo sexo, sino como una afrenta y una amenaza al interlocutor heterosexual. La práctica homosexual está más relacionada al ejercicio discursivo que le otorga significado, que a la experiencia sexual en sí misma.
Austin entiende que los actos de habla performativos están determinados  por la autoridad del enunciador del discurso y de las condiciones del contexto en el que se realiza. Descarta en su análisis aquellos escenarios en los que, si se rompen determinadas reglas, el performativo no resulta satisfactorio[6]. Bajo esta perspectiva, cuando el acto performativo del tipo “yo los declaro unidos en matrimonio” es enunciado por un actor en un escenario, el performativo falla porque el sujeto no tiene autoridad para crear realidad y porque el contexto no es el adecuado para tal fin.
Derridá entiende el fracaso de los perfomativos como parte de su propia condición de existencia, y es justamente esa  posibilidad la que interesa. Mientras Austin descarta aquellos escenarios que no cumplan las condiciones de contexto que aseguren la efectividad de la repetición ritual del performativo, para Derrida es precisamente su carácter ritual, que se basa en un código conocido, lo que hace posible que opere en contextos distintos, y adquiere significados diferentes. La iterabilidad[7] del  signo, el carácter repetible del performativo, hace imposible determinar su significado de antemano, ya que permite que el signo funcione en contextos diferentes al original y se modifique en cada uno de ellos.
Butler afimará que la “enunciación injuriosa acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un conjunto de prácticas autoritarias precedentes” (2007, p.58). Este  es el caso de signos como  “maricón” o queer: que aun cuando en sus contextos originales fueron elaborados como términos insultantes o injuriosos que buscaban la exclusión del sujeto homosexual al construirlo como algo abyecto, son subvertidos y recontextualizados por los propios sujetos que designa y utilizados como forma de afirmación de identidad.
 Las caracterizaciones insultantes  se transforman en lugares de creación de identidades que se resisten a ser normalizadas, que sospechan del poder que pretende la universalización y, en consecuencia, la formación de ghettos, a las que responden con estrategias hiper-identitarias y al mismo tiempo post-identitarias  que resisten el discurso que el régimen dominante - blanco, colonial y heterosexual- elabora sobre lo humano. Este acto de apropiarse de la injuria y establecerla como elemento de autonominación constituye  un cambio en el proceso de significación, y logra  que un signo con fuertes connotaciones negativas sea  reutilizado como elemento de identificación colectiva, de construcción de identidad y sentimiento de comunidad. Mediante  la apropiación del signo y su utilización como elemento de articulación identitaria, se provoca un desplazamiento de la legitimidad de esa nominación desde el centro de poder heteronormativo hacia los sujetos que originalmente habían sido excluidos del sistema por el mismo signo que ahora ostentan.
 Si toda identidad está signada por la posibilidad de ser resignificada  como consecuencia de la naturaleza iterable del signo que la define, la determinación de cada  significado sólo  es posible al reprimir o excluir otras alternativas.  Toda identidad supone entonces la necesidad de construir a otro exterior que marque sus límites y  su propia interioridad.
 Pero ese  margen necesario forma parte al mismo tiempo de su propio dispositivo de producción y reproducción, por lo que finalmente será parte de sí mismo y por lo tanto amenazará constantemente su estabilidad. La construcción de una identidad heterosexual solo es posible  si se excluyen y marginan otras posibilidades, para generar ese otro exterior con el que marca sus límites (normal/anormal) y domina desde su centralidad. La necesidad de demarcar el afuera, a través de la doble operación de exclusión de las alternativas, y  el intento de borradura de las huellas de la operación de exclusión (que crea la ficción de un origen esencial que existió siempre y que genera la sensación de estabilidad a una determinada  identidad que, en definitiva,  no es más que el resultado de esa operación) muestran la condición de incompleta, precaria y por lo tanto fracasada de cualquier identidad.


[1] Los conceptos de hombre/mujer y masculino/femenino se han considerado categorías dicotómicas que mantienen una correspondencia perfecta. Desde esta perspectiva, a un cuerpo de hombre le corresponde un género masculino, por lo que la identidad que valida  es aquella determinada por el sexo y presupone que el individuo debe adecuar su subjetividad (su deseo) a su cuerpo. Cuando  esa relación falla, el individuo es signado bajo el estigma de “desviado”.
[2] El logos como creador nos remite al génesis bíblico.
[3] En una boda por ejemplo, el enunciado “sí, quiero” o  “yo los declaro marido y mujer” no constata una realidad, la crea. Esa realidad (matrimonio) no existía antes del acto performativo que le dio origen.
[4] Entiendo  lenguaje como un conjunto de signos regulados por normas que cambian en el tiempo y en el espacio.
[5] Pensemos  por un momento en la revisión que hacemos todos de la historia personal de un amigo de años que nos dice que es homosexual: son comunes las expresiones del tipo “siempre fue un poco delicado” “tenía una sensibilidad especial”  etc. Cualquier aspecto de su vida pasada que habría sido tomado como detalle insignificante con respecto a la matriz heterosexual, pasa a ser síntoma que evidenciaba una esencia y que ahora viene a dar explicación y carácter originario al nuevo individuo bajo la impronta del signo “homosexual”.
[6] Según la teoría de los infortunios, hay ciertas reglas que el acto performativo debe cumplir. Debe existir  un procedimiento convencional, que incluya la emisión de determinadas palabras por determinadas personas y en determinados contextos, que  tengan cierto efecto convencional.  Pero, además, las palabras y los contextos deben ser apropiados para la invocación del procedimiento específico.
[7] La iterabilidad del signo supone una capacidad de “repetibilidad” que altera, que  separa la intención significante de sí misma y hace que la significación difiera. Según Derridá, la escritura no es posible si no puede repetirse y significar otra cosa que lo que significa. “Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición) (…) puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable.Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso (normal/anormal) sin lo cual una marca no podría siquiera tener un funcionamiento llamado ‘normal’”. (Derridá, 1967, pp.361-362)
  

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