martes, 15 de noviembre de 2011

De la Inquisición a las Colonias: la hoguera como destino y la amistad como refugio


Santa Inquisición
No hay muchas fuentes sobre la persecución de hombres que tuvieran relaciones entre sí en los inicios y la alta Edad Media[1], en gran medida porque el concepto de homosexualidad, como parte de una categoría específica, no  estaba dentro del pensamiento epocal.  Se conocía el llamado “tercer sexo” a partir de las obras de Platón. En este período histórico, el sexo estaba directamente vinculado a la naturaleza y tenía como fin la procreación, por lo tanto las relaciones sexuales entre varones se incluían en el grupo de otras prácticas antinaturales como la zoofilia, el sexo oral, la anticoncepción y el aborto.  El derecho canónico que regía la vida  espiritual y social  de los hombres se expresaba a través de dos vías: la Biblia y los libros penitenciales[2] (libri poenitentialis) propios de cada región. Su interpretación establecía que los pecados antinaturales debían ser expiados con penitencias.  La disparidad de los libros penitenciales se subsanó con un compendio  conocido como Decretum de Graciano, elaborado en Bolonia hacia el año 1140.
En el siglo XII, un grupo de reformadores eclesiásticos[3],  encabezado por Gregorio VII, elaboró un tratado que se denominó Liber Gomorrhianus (Libro de Gomorra), en el que en ciertos pasajes se “describía la imagen  satírica de una generación de sacerdotes sodomitas que se consumían por úlceras malignas y se exigió al Papa Leon IX que tomase medidas más extremas contra la epidemia” (Hergemöller, 2006, p. 60).
Es en el siglo XIII cuando se adopta el término sodomita[4] para describir cierta práctica sexual y permite someter a los que lo cometen a la ley de la Inquisición establecida por Gregorio IX en 1233. Es importante marcar aquí un cambio profundo en la actitud de la Iglesia y de las sociedades europeas hacia los hombres que mantenían relaciones con otros[5],  que  pasaron a formar una categoría específica de perseguidos.
Tomás de Aquino estableció una clasificación de pecados, entre los cuales aparecen los cuatro pecata luxuriae: las infracciones simples (como por ejemplo las relaciones con prostitutas), el adulterio, el incesto y los actos antinaturales.  En jerarquía, el incesto era considerado por este teólogo como menos grave que los actos antinaturales, ya que al menos estaba dentro del sistema de procreación. Los pecados más graves eran aquellos que atentaban contra la naturaleza: autosuficiencia (mollities), zoofilia(bestialitas), actos anales u orales (concubitus indebitus) y actos sexuales entre hombres (vicium sodomiticum).
En este sentido, la clasificación de las personas en la  Edad Media no pasaba por una diferenciación entre individuos heterosexuales y homosexuales, sino  entre  actos naturales o anti-naturales. En otras palabras, no se perseguía y ejecutaba a la gente por ser homosexual, sino porque sus actos atentaban contra la naturaleza.
 Alrededor del año 1300, los Cátaros, procedentes de Bulgaria, son el primer grupo en oponerse al poder de la Iglesia con un conjunto unificado de valores; para ellos el verdadero cristiano debía seguir un camino de pureza, conocimiento y ascetismo, por lo que la fertilidad y la reproducción, al pertenecer al terreno material, eran relegadas a un segundo plano. La Iglesia sospechó que cometían actos antinaturales y hacia finales de la Edad Media terminó con ellos. Lo interesante de este período y de la relación con los Cátaros es que el odio cristiano hacia ellos llegó a un punto en el cual los conceptos de herejía y de sodomía se convirtieron en una sola palabra para el vulgo: el verbo alemán ketzern (cometer herejía) deriva de la palabra cathari; y la palabra francesa bougre y la inglesa bugger (sodomía) aluden a los orígenes búlgaros de la herejía. En español, el término bujarrón para describir al homosexual (sobre todo al activo) también alude al mismo origen.  (Hergemöller, 2006) (Guasch, 2007)
En el siglo XV hay un cierto renacimiento del homoerotismo, pero a través de la exaltación de la amistad.  El amor entre amigos se expresaba mediante abrazos, besos y dedicatorias en las obras que se publicaban. Se establecen así dos tipos de hombres que aman a otros: por un lado, los sodomitas, condenados socialmente por participar en actos antinaturales y, por otro lado, los amigos, que cultivaban un eros sublime mediante cartas y poemas.   A través del ejercicio de la amistad se acepta la intimidad masculina como práctica social.
Michael de Montaigne (1533-1592), en su ensayo Sobre la amistad, inmortaliza a su amigo Etiénne de la Boétie. Afirma que la pasión sexual es voluble y, en cambio, el “amor de amigos” genera “una calidez universal (…) una calidez que es constante y reposada, toda ternura y serenidad, que no tiene nada de afilado ni cortante”. Siguiendo a los antiguos griegos, Montaigne postula que la amistad se basa en la igualdad, aunque, justamente por ese motivo, critica la pederastia griega, ya que supone una relación de gran disparidad entre el erastés y el erómanos.
Durante el período conocido como el Siglo de las Luces (siglo XVII), los intelectuales  comenzaron a hablar sobre la sodomía en términos laicos y no religiosos. Los pensadores de esa época, cuyos discursos estaban centrados en las relaciones entre naturaleza  y sociedad  y, sobre todo, en la idea de progreso, no dejaron de censurar los actos sodomíticos por atentar contra la evolución y el progreso social.[6]
En la Europa moderna era común que los hombres convivieran en grupo (sacerdotes, soldados, marineros,  jóvenes en internados, etc.) por lo que las relaciones entre ellos no deberían ser algo extraño. Estas redes sociales masculinas eran transversales a toda la sociedad, y se daban con frecuencia en los ámbitos aristocráticos como ilustra Sibalis sobre las cortes de Guillermo III (Inglaterra), Federico el Grande (Prusia) y Gustavo III (Suecia), en las cuales “las redes de amistad y sexo entre hombres ayudaban a definir la distribución del patrocinio, la promoción y las recompensas” (2006, op.cit. p.104)
Hacia fines del siglo XVII comienzan a surgir en Inglaterra las llamadas sociedades para la reforma de las costumbres, que buscaban purgar al país de la inmoralidad. Entre sus métodos más conocidos estaba la publicación de los lugares de encuentro de los sodomitas ingleses.  La persecución social de los hombres demasiado amigos entre sí, y el allanamiento de los lugares de encuentro de los sodomitas se extiende nuevamente con cierta virulencia a otros países europeos. Eran allanados e inspeccionados los lugares de las ciudades en los que se solían reunir los sodomitas: plazas, baños públicos, determinadas tabernas y bosques. 
En la mayor parte del continente europeo en la Edad Moderna la sodomía era penada con la muerte, casi siempre en la hoguera, salvo en “Inglaterra donde se los ahorcaba, y en Holanda, donde a partir de mediados del siglo XVIII se cambió la hoguera por el garrote o ahogarlos en un tonel” (op.cit. p 109). Sólo a partir de finales del siglo XVIII  se comenzaron a modificar los códigos penales para imponer otro tipo de castigos.
Un factor importante a considerar en este contexto histórico es que, paralelamente a la vida social en el continente europeo, las potencias comenzaron a conquistar y colonizar el Nuevo Mundo, y se encontraron con pueblos y culturas que sostenían prácticas sociales  vistas como abominables por el pensamiento cristiano de los conquistadores.
Las crónicas de los conquistadores documentan ciertas prácticas sexuales entre varones de las culturas americanas. También se sorprendieron al descubrir que, entre los nativos, algunos individuos adoptaban un rol transgénero, lo que permitía en sus sociedades no sólo actos sexuales, sino muchas veces  matrimonios entre el mismo sexo.  Beemyn (2006) cita  una carta del explorador español Cabeza de Vaca en la que habla sobre los indios coahuiltecanos que habitaban en lo que hoy es territorio de Texas, y cuyas prácticas sociales, que admitían las relaciones transgénero, fueron denominadas diabluras por el conquistador español:
Vi un hombre casado con otro, y éstos son unos hombres amarionados, impotentes, y andan tapados como mujeres y hacen oficio de mujeres, y tiran y llevan muy gran carga. Entre éstos vimos muchos de ellos así amarionados, como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos. (p. 147)

Si bien la mirada cultural de los conquistadores, entendía que  estos hombres transgénero adoptaban el papel de pasivos o mantenidos en sus relaciones afectivas, lo cierto es que en esas sociedades no eran considerados ni hombres ni mujeres, “un género adicional que bien combinaba elementos masculinos y femeninos o bien existía aparte de las categorías del género” (Lang, 1999, p. 92).
Sabine Lang rastrea las voces que definían a este género para los antiguos habitantes de Norteamérica: los indios Cree usaban el término ayekkwew (ni hombre ni mujer, o, tanto hombre como mujer)  mientras que los Zuni los llamaban katsote (muchacho-muchacha). En ambas culturas estas personas estaban completamente integradas y aceptadas en sus comunidades.
La llegada de los conquistadores cambió radicalmente la situación en América. Se comenzaron a aplicar penas capitales para el delito de sodomía aunque, como en Europa, se aceptó e incentivó el ideal de amistad masculina, a la que poetas como Whitman describía como “el afecto sano y hermoso del hombre hacia el hombre” y a la que consideraba la forma más pura del amor masculino. Los poemas de Whitman nos muestran el modo que adoptaba el discurso sobre la amistad entre iguales, y celebraba “la necesidad de camaradas” e imaginaba una sociedad ideal en la que el amor masculino sería invencible y no invisible:
                        Será corriente ver amor masculino por todos lados,
                               en las casas y en las calles.
                               El hermano o el amigo que se va saludará con un beso
                               al hermano o al amigo que se queda.
                                                               Whitman, Cálamo. (1860)

Durante los años de conquista de territorios inhóspitos, como el Oeste americano, era común establecer sociedades casi exclusivamente masculinas debido a las duras condiciones de vida. Así, los mineros, los vaqueros, los trabajadores de los  campos de ferrocarril, usualmente vivían juntos, y formaban verdaderos grupos sociales que se caracterizaban, entre otros aspectos, por la ausencia de mujeres.  La necesidad hacía que se desarrollaran entornos más libres de las restricciones de la sociedad dominante, que permitían, por ejemplo, a dos hombres bailar juntos ante la falta de una partenaire femenina.
El entorno apartado de estos grupos mencionados propició una especie de aceptación  de lo que podríamos denominar “homosexualidad  situacional” (Higgs, 1999) en los campos de trabajo, aunque sobre todo deberíamos hablar de un “ambiente homoerótico”. Por ejemplo, durante la fiebre del oro en 1849, la ciudad de San Francisco pasó de ser un asentamiento fronterizo a una ciudad, y miles de hombres fueron a buscar fortuna. La escasez de mujeres y las restricciones sociales hacían que los hombres se entretuvieran mutuamente en los salones y los lugares de juego. En ciertos bailes, los hombres llevaban un pañuelo en el brazo para indicar que asumían el papel tradicional de la mujer. (Wright, 1999 pp. 165-167) (Boyd, 2003, pp. 2-3)
De todas formas, este homoerotismo no era nuevo en las colonias. De hecho, en el siglo XVII los temibles piratas del Caribe eran conocidos no sólo por sus saqueos, sino por sus relaciones de emparejamiento mutuo.  Los bucaneros evitaban a las mujeres y optaban habitualmente por relaciones fieles y de larga duración con otros compañeros. Estas relaciones eran reconocidas y aceptadas por sus camaradas de a bordo. Burg  comenta que:
(…)según las costumbre pirata, cuando moría alguno de los hombres, su pareja heredaba su propiedad y la parte del botín correspondiente. En algunos casos, a un compañero también se le permitía imponer un castigo severo al otro, y en la batalla a menudo luchaban como un equipo, llegando incluso, a veces, a morir juntos. (1983, pp.130-131)



[1] La Edad Media es el período comprendido entre los siglos V y XV. Comienza con la caída del Imperio Romano y culmina con el descubrimiento del Nuevo Mundo.
[2] Surgidos en Irlanda a finales de siglo VI.
[3] El esfuerzo principal de este grupo de eclesiásticos estaba dirigido  a evitar el matrimonio entre sacerdotes por cuestiones ciertamente económicas y de influencia política.
[4] El término hace alusión a Sodoma, ciudad destruida por el fuego según el Antiguo Testamento (Génesis XIX, 1-29), utilizado tradicionalmente para defender el rechazo a la homosexualidad. Según la Biblia, Dios castigó a los habitantes de la ciudad, por haber exigido a Lot que les ofreciera a los dos ángeles enviados por Dios que se alojaron en su casa para “conocerlos”. Tradicionalmente se interpretó esto como un intento de mantener relaciones sexuales con ellos aunque la mayoría de los teólogos modernos  desvía esa interpretación y argumentan que la ira de Dios recayó por haber omitido las reglas de hospitalidad que se debía a los visitantes (Guasch, 2007) (Boswell 1980).  DeYoung  considera  que “a pesar  de la insistencia con la que se ha asociado el castigo de los sodomitas con las prácticas homosexuales, todos los textos de la biblia que se refieren a la condena de Sodoma no hacen referencia al homoerotismo, sino a pecados como la opresión, la injusticia y la violencia”.
[5] Siguiendo a Hergermöller, en este período  la teología se alejó de las ideas alegóricas y se estableció un sistema  racional que analizaba la historia del mundo desde la creación hasta la segunda venida de Cristo: “(…) una versión que acompañaba las 4 causas de Aristóteles: la material, la formal, la eficiente y la final. En esta visión del mundo teleológico no hay lugar para aquellos tipos de sexualidad que rompen la cadena de causa y efecto y ponen en duda la causa finalis o destino de (…) la salvación.”

[6] Para una mayor ejemplificación de esta postura ver: Voltaire, Diccionario Filosófico, en el que define el “amor socrático” como un vicio destructivo de la raza humana y una atrocidad infame contra la naturaleza, o  Innmanuel Kant, Lecciones de ética, en la que define la sodomía como “contraria a los fines de la Humanidad” porque  “el objetivo último de la Humanidad con respecto a la sexualidad es conservar la especie”. Por otra parte es interesante que un escritor nada ortodoxo como el marqués de Sade  en su libro La filosofía en el tocador, fuera el que defendió con ímpetu la sodomía como una práctica universal con “discípulos y capillas por todo el mundo”, y absolutamente natural: “Si verdaderamente es un sinvergüenza o un monstruo… entonces ¿por qué la naturaleza lo ha creado con debilidad por su placer?”(2008, pp.57-58)

sábado, 12 de noviembre de 2011

Homosexual, gay, queer y estereotipos de caracterización de las otredades de género

Hacia una arqueología de la homofilia
Para entender las diferencias semánticas y conceptuales  de la  enunciación de la masculinidad no hegemónica, creo necesario historizar brevemente la evolución y la repercusión social que ha tenido la relación entre varones en Occidente. Esta pretendida arqueología, al estilo de Foucault, nos permitirá esbozar y diferenciar cada término utilizado para describir este tipo de comportamiento sin perder de vista los contextos históricos. También, establecer relaciones diacrónicas entre ellos sin caer en imposturas intelectuales que pretendan buscar gays u homosexuales en el estricto sentido del término, que no toman en consideración que cada uno de esos conceptos surge en épocas precisas y no existían en la antigüedad porque no entraban dentro del paradigma del pensamiento epocal. Es decir: podemos afirmar que, en la antigua Grecia, la idea de una identidad homosexual no era posible.

La mitología griega relata diversas historias de dioses que se enamoraron de jóvenes mortales, no siempre mujeres.  Zeus se enamoró de Ganímedes, príncipe de Troya, considerado el joven más bello de Grecia, y se convirtió en águila para raptarlo y llevarlo al Monte Olimpo.  Apolo amó al joven Jacinto y  despertó los celos del dios de los vientos del Oeste, Céfiro, que también amaba al mortal. En un arranque de celos, Céfiro hizo que el disco con el que jugaba Jacinto le golpeara la cabeza y muriera (de su sangre brotó la flor que lleva su nombre).  Una de las piezas de literatura clásica más leídas, La Ilíada, nos muestra a un desesperado Aquiles llorando a su amigo muerto en batalla, el joven Patroclo al que su madre trata de consolar: “Hijo mío, ¿cuánto tiempo seguirás llorando con la mirada extraviada de pena, sin comer ni dormir? Yacer con mujeres y enamorarse de ellas también es bueno.”(p. 211) .La relación entre Aquiles y Patroclo fue considerada por la sociedad griega como la consagración del ideal de amistad entre iguales.
Así se mostraba el vínculo íntimo de amistad y afecto que se profesaban los antiguos griegos y que establecía determinadas pautas morales  que no juzgaban estas relaciones.
Hannah Arendt (2002)  retoma la división aristotélica  que marca dos esferas completamente diferenciadas en la vida griega: por un lado el oikos (lo privado), que se establece como lugar de satisfacción de necesidades vitales que son inherentes e involuntarias al hombre (necesidades físicas y materiales), y por otro la polis (lo  público), la esfera del conocimiento  y, por lo tanto, de la libertad. Mientras el oikos es gobernado mediante la violencia, la polis es regida por el discurso y la persuasión. En la primera esfera es posible la violencia porque los que la integran (niños, mujeres, esclavos) no son iguales, sino instrumentos de realización; en la segunda, integrada por hombres libres e iguales, la violencia no puede ser mostrada porque en sí misma es incapaz de discurso[1].  En este contexto podemos entender que para la sociedad griega las relaciones entre varones fueran consideradas superiores porque se daban entre iguales y, sobre todo, porque eran  absolutamente intelectualizadas. Aun cuando el contacto sexual existía, la relación con un igual era un proceso de conocimiento y de superación como hombres.
En la antigua Creta, el ritual de iniciación castrense se iniciaba con el rapto de un joven por  un adulto, a quien se le ofrecían regalos y era conducido a un bosque en el que pasaba un período de hasta dos meses con su amante. Cuando regresaban, se le regalaban las armas y las vestiduras de hombre porque se entendía que, mediante la penetración anal, el raptor le había transmitido su fuerza.  En la sociedad espartana, las relaciones entre varones tenían una vinculación directa con el carácter militarista de esa sociedad en la que los niños eran llevados a los campamentos militares a la edad de siete años y  los soldados adultos vivían allí, separados de las mujeres. El concepto griego de lakonizen (hacerlo a la espartana) alude justamente al hecho de penetrar a un joven. Según el historiador Hupperts, la relación entre un soldado maduro y un recluta se consideraba adecuada para el desarrollo del más joven y no era raro encontrar a los amantes uno al lado del otro en el campo de batalla:
Jerofonte y Plutarco, entre otros, nos cuentan que en el siglo IV A.C., la ciudad de Tebas (…) acogía una unidad militar especial de trescientos hombres, la llamada Cohorte Sagrada, compuesta en su totalidad por parejas de enamorados. La estrecha amistad y el sentido mutuo del honor ante el compañero aseguraban que los amantes no se iban a abandonar. (2006. p. 31)

El eros griego no establecía diferencias entre el amor de un hombre hacia un joven o hacia una mujer, sino que directamente se consideraban dos formas de deseo sexual (eros). Una y otra podían ser más o menos apropiadas en determinados contextos. La identidad sexual no era una preocupación para la sociedad griega (no existían términos distintos para nombrar la heterosexualidad ni la homosexualidad), siempre que el hombre se comportara como tal, es decir, que llevara el mando de la relación y que penetrara a nivel vaginal, anal, oral o interfemoral. Siguiendo a Hupperts, el acto de penetración se asociaba a los valores de valentía, belicosidad, virilidad, masculinidad. 
En la Grecia clásica, el ritual iniciático de los jóvenes se establecía en una relación de pederastia, entre un erómenos, un joven de entre 12 y 18 años o hasta que le saliera la barba, y un erastés, ciudadano mayor, encargado de seducir, enseñar y actuar como su maestro. El adulto debía seducir al muchacho, nunca obligarlo, y la relación establecía estatus para las dos partes: cuanto más bello e inteligente era el erómenos, más prestigio adquiría el adulto, y viceversa; cuanto más formado y bien posicionado el erastés, más honor adquiría su discípulo.  
Uno de los tratados más importantes sobre el eros griego es, sin duda, El banquete de Platón, en el que se perfila y analiza el objeto del amor (impulso), y su lugar y fuerza  en la conducta de los humanos.  De esta obra, me parece pertinente citar en este trabajo dos intervenciones. La primera pertenece al cuarto orador en hablar, Aristófanes, que  plantea su discurso en forma de mito y narra  el concepto del andrógino primigenio:
(…) el aspecto que a la vista presentaba cada hombre, era en total, redondo, con espalda y pechos dispuestos en círculo, con cuatro manos, con dos rostros perfectamente iguales sobre un solo cuello circular, una sola cabeza sobre ambos y opuestos rostros, cuatro orejas, dos vergüenzas (…) tres eran las clases de hombres: lo varón, por nacimiento y por principio engendro del sol; lo hembra, de la tierra; lo común a ambos, engendro de la luna (op.cit., pp. 64-65)

Para debilitar y castigar el desacato de esa raza que buscaba destronarlos, los dioses olímpicos decidieron dividirlos:
(…) habló Júpiter y dijo de esta manera: ‘Me parece haber dado con una traza para que haya hombres y cese, con todo su insolencia: debilitarlos. Voy, dijo, a dividir a cada uno en dos, con lo que resultarán más débiles y a la vez más útiles para nosotros, por haber crecido en número. (…) Cortada, pues, así en dos la humana naturaleza, se iba la una mitad hacia su otra mitad con ansias de unión. (op.cit., p.66)

Aristófanes relata que Júpiter, compadecido, cambia de lugar las vergüenzas de las criaturas humanas para que pudieran unirse. Al final de su intervención, este pensador asume que el amor es el deseo de dos de convertirse nuevamente en uno y que el eros entre iguales es innato.
La  segunda intervención que me interesa rescatar es la de Sócrates, el sexto orador en hablar. El maestro de Platón entiende al eros como una fuerza que alienta a los hombres a crear, a producir. Enamorarse es, para Sócrates, adentrarse en la belleza y la bondad. El eros equivale a engendrar la belleza y ayuda a perpetuarla.  La progenie es una de las formas mediante la que el erastés se reproduce a través de sus descendientes. Los hijos son un modo de descubrir la existencia del eros, pero, por otro lado, el amor entre hombres genera descendientes espirituales de mayor longevidad que los hijos, tales como la virtud, el pensamiento y el conocimiento. Quizás prolonguen su inmortalidad por medio de un tratado filosófico o leyes que guíen la conducta de los hombres.
(…) los fecundos según el cuerpo se dan sobre todo a las mujeres y son de esta   manera amantes, procurándose, a su parecer, mediante la procreación de hijos, inmortalidad, memoria y bienandanza para todo el tiempo por venir, más los que lo son según el alma…, que hay, dijo, ‘quienes están preñados de alma, mucho más que de cuerpo, y de cosas de que es propio del alma empreñarse y parir’.
 (…) al contacto y al trato con lo bello procrea y engendra lo que antes tenía en preñez, y lo hace en presencia de lo bello, y en su ausencia por su presencia en la memoria, y en común crían lo engendrado en grado tal que, entre éstos, es el ayuntamiento mayor que entre los padres y  la amistad mucho mejor asentada, puesto que los hijos de tal unión son más hermosos y menos mortales. (op.cit., p. 92)
Es posible notar aquí lo expuesto anteriormente sobre el amor entre varones absolutamente intelectualizado, establecido  a partir de una relación de formación y de conocimiento. Uno de los argumentos principales de Sócrates en este discurso apela  justamente  a la necesidad de frenar y controlar los impulsos del cuerpo y a encontrar el placer en la búsqueda de la verdad. Esta dicotomía mente/cuerpo, y el cuerpo como lugar a dominar y, por lo tanto, a trabajar, será retomada posteriormente por Nietzsche en El origen de la tragedia (1871), para establecer una comparación ente lo apolíneo y lo dionisíaco[2]
En Roma, las relaciones entre hombres también se daban, pero con algunas particularidades. Para el ciudadano romano el concepto más importante era el de virtus (normalmente traducido como virtud), aunque literalmente significaba masculinidad.  El pueblo romano se caracterizaba por ser  dominante y conquistador, dos actitudes que se permeaban a todos los ámbitos de su vida cotidiana.  Podemos recordar aquí al poeta  Virgilio en su cita al deber romano: “Parcere subiectis et debellare superbos” (‘perdonar a los que se sometan y abatir a los soberbios’). La sexualidad masculina en Roma se expresaba cada vez que un hombre demostraba su virtus.
Para el hombre romano, el sexo  era sinónimo de penetración y no  importaba a quién se penetraba, pudiendo ser hombre, mujer o esclavo.
En  la sociedad romana, un papel aparte tenían los hombres con actitudes femeninas, los cinaedus. El término provenía de los conceptos griegos kinaidos y pathicus (aquel que tolera) y a estos varones se los definía como lujuriosos, no hombres e incapaces de controlar sus deseos. Según Aldrich, a finales del siglo I A.N.E existía cierta tolerancia hacia los hombres afeminados y hacia aquellos que se dejaban penetrar:
Se decía que César adoptó el papel femenino en la relación que mantuvo con  Nicomedes, rey de Bitinia. Llamaban a César la reina de Bitinia, y sus soldados cantaban ‘Gallias Caesar subegit, Nicomedes Caesarem’ (‘César ha sometido a Galia, Nicomedes [ha sometido] a César’). Cátulo apodó al general cinaedus y lo llamó mollis, blando o poco viril. Parece que César no se tomó esta calumnia a pecho (…) porque su reputación como gran seductor  de mujeres, y sus habilidades como general y soldado lo elevaban por encima de cualquier reproche. (op.cit., p. 54)

Paulatinamente las leyes del imperio comenzaron a hacerse más duras  y a rechazar y castigar las relaciones entre varones. Este crecimiento del odio hacia las prácticas sexuales entre varones  puede ser explicado en relación con el ascenso del cristianismo. Los seguidores de Cristo comenzaron a juzgar la sexualidad con la perspectiva de que lo bueno se basaba en lo que se consideraba natural  (procreación), sin  que importara el papel sexual  que asumieran los hombres entre sí (activo o pasivo). La sexualidad era natural cuando tenía como fin la procreación, y  todo acto que no llevara a ello pasó a ser considerado antinatural.
Durante el reinado de Justiniano (527 a 575 N.E.) se establecieron leyes bajo las que toda conducta  sexual entre varones era castigada con la muerte.


[1] La capacidad de discurso es tomada por Arendt como marca distintiva de la política y la civilización. Zizek afirma que “la entrada en el ámbito del lenguaje y la renuncia a la violencia fueron entendidas habitualmente como dos aspectos del mismo gesto” (2009 p.78). La oposición entre discurso y violencia, y el concepto de civilización como  lugar de discurso libre que esta oposición propone, es criticada por algunos pensadores como Lacan y Derridá, que han entendido el discurso como involucrado en actos de violencia, aunque Arendt se aferra a la necesidad de esta distinción, ya que entiende que las consecuencias de la confusión entre las esfera privada y pública en la sociedad moderna han sido catastróficas. El traspaso de lo que debería ser estrictamente privado a la esfera pública contamina  esta esfera con la violencia que, para los griegos, debía pertenecer al ámbito de lo privado. Lo que se pierde en esta sociedad es la celebración de la diversidad de opiniones, ya que, según Arendt, la sociedad exige que sus miembros actúen como una gran familia y que por lo tanto solo tiene una opinión y un interés.
[2] En esta obra, Nietzsche reflexiona sobre la naturaleza de lo apolíneo y lo dionisíaco  y hasta enumera las ciencias y las artes que  les son propias a cada una de estas deidades. Afirma Nietzsche que lo apolíneo está  guiado por una racionalidad estricta y obedece a procesos lógicos del pensamiento. En cambio, lo dionisíaco es algo que emerge de las profundidades del ser y  hace que el hombre necesite echar mano a algo más que su naturaleza racional. Entiende que a Dionisio le gusta ponerle trampas al animal racional. De cierta forma,  Apolo y Dionisio conviven en cada hombre y no es posible establecer dominios absolutos.

martes, 8 de noviembre de 2011

Teoría de género como instrumento de análsis.(segunda parte)

Masculinidad, virilidad
Una vez establecidas las principales características que definen el concepto de género como categoría analítica, podemos empezar a establecer otras distinciones. Si asumimos que el género funda y delimita las acciones, la subjetividad y las formas de pensamiento de hombres y mujeres a través de una serie de dispositivos sociales incorporados durante el proceso de socialización, es posible intentar un rastreo de aquellos conceptos asociados al de “hombre” para encontrar categorías de análisis más precisas.
 Una primera aproximación podría distinguir las diferencias  entre  términos generalmente usados para describir al sujeto varón y la masculinidad, aunque muchas veces sin que se haga una distinción intelectual precisa entre ellos: identidad masculina, hombría, virilidad y roles masculinos.
En un primer intento de delimitación conceptual, podemos decir, siguiendo a Gutmann (2000), que la identidad masculina es cualquier cosa que los hombres piensen y hagan (acciones que definen cualquier identidad, más allá  del sexo)[1],  mientras  que la hombría  se puede definir como todo aquello que los hombres piensan y hacen para ser hombres. El concepto de virilidad plantea que, en toda sociedad, algunos hombres, ya sea de manera inherente o por adscripción, son considerados más “hombres” que otros (fuerza física, capacidad de guerrear, heterosexualidad, etc.) Ateniéndonos a los roles que tradicionalmente se asocian al concepto de masculinidad, debemos entender su estrecha vinculación con las relaciones establecidas entre los géneros, por lo que desde esta perspectiva se considerará la masculinidad como aquello que no son las mujeres.
Siguiendo a Guasch, la masculinidad dominante en una sociedad, la forma de ser varón que pretende ser hegemónica, es el resultado de una serie de estrategias sociales mediante las cuales los hombres se reconocen y respetan entre sí. Esas estrategias integran diversas prácticas discursivas y cierta exteriorización ritual del sexismo, la misoginia y  la homofobia. La masculinidad dominante se establece así  en oposición a  otros grupos a los que les atribuye un estatus social inferior (mujeres, niños, homosexuales, minusválidos, etc.).
A pesar de esa masculinidad dominante que actúa como juego de complicidad entre ciertos varones, y que establece una dinámica de centro y periferia  asociada a relaciones de poder  con la exclusión de otros varones que no se ajustan al modelo, es necesario complejizar el sistema:
Hay que entender la masculinidad como el resultado de las estructuras de género (tanto sociales como simbólicas) que organizan la identidad y los roles de los varones, al margen de que cumplan o no los modelos de género socialmente previstos (…) La masculinidad es un todo que engloba tanto las normas de género como sus desviaciones. (…) Al fin y al cabo lo que los psiquiatras llaman homosexualidad masculina es una más de las múltiples formas de ser varón previstas por nuestra sociedad. (Guasch. op.cit., p.87)

Si entendemos al género como un sistema relacional y como constructo socio-histórico en permanente cambio, es necesario tener en cuenta que las formas hegemónicas de construirse varón cambian, no sólo históricamente  y en distintas sociedades, sino que conviven con otras posibilidades  dentro de un mismo período histórico y en un mismo lugar. Se hace necesario para eso desnaturalizar el concepto, enmarcarlo políticamente y estudiar las relaciones de poder que  permiten subordinar a quienes no se ajustan al modelo hegemónico.
El concepto de masculinidad está sometido a un proceso de elaboración teórica y política constante en Occidente. Los movimientos feministas y, posteriormente, el movimiento gay, lo tomaron como instrumento de análisis sociológico para dar cuenta del género como elemento de la estructura social constituido por una serie de significados que cada sociedad le atribuye.
 La coexistencia de distintas expresiones de la masculinidad hace necesario que pluralicemos el término y hablemos de masculinidades, ya sean mayoritarias y hegemónicas, o no.


[1] Bajo esta perspectiva podemos preguntarnos ¿cuál es la identidad de una mujer que piensa y actúa en forma idéntica a un hombre? 

Listado bibliográfico sobre género y teoría queer

Algunas referencias que pueden resultar útiles:
Alamilla, N. (2003). Wide-open town: A history of queer San Francisco to 1965. Berkeley, EE.UU: University of California Press.
Aldrich, R. (ed.). (2006). Gays y lesbianas. vida y cultura. San Sebastián, España: Nerea.
Aliaga, J. V. (2004). Arte y cuestiones de género. San Sebastián, España: Nerea.
Allouch, J. (2001). El sexo del amo. El erotismo desde lacan. Córdoba, Argentina: Ediciones literales.
Althaus-Reid, M. (2005). La teología indecente. Perversiones teológicas en sexo, género y política. Barcelona, España: Bellaterra.
Amícola, J. (2000). Camp y postvanguardia. Buenos Aires, Argentina: Paidós.
Bataille, G. (2000). El erotismo. Barcelona, España: Tusquets.
Bersani, L. (1995). Homos. Buenos Aires, Argentina: Manantial.
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Teoría de género como instrumento de análsis

Delimitaciones y definiciones posibles
Aproximarse a la teoría de género como herramienta de investigación hace necesario definir algunos conceptos básicos, que nos permitan disponer de  distintas categorías como instrumentos de  análisis, y delimitar ciertos criterios de su uso.

 Género y sexo
El término “género” es utilizado por las ciencias sociales desde la década del 50 cuando  John Money (1955)  introdujo la expresión  gender role para describir las conductas sociales atribuidas a hombres y mujeres.
Las reflexiones sobre género suponen un rastreo constante de las implicaciones sociales y subjetivas que tiene ser varón o mujer en una cultura dada, aunque muchas de ellas sean entendidas a veces como naturales.
Una de las primeras distinciones que debemos hacer es la que diferencia sexo de género.  La diferencia central entre estos conceptos estriba en que “el sexo queda determinado por la diferencia sexual inscrita en el cuerpo, mientras el género se relaciona con los significados que cada sociedad le atribuye” (Burin & Meler, 2009.p. 20).
Desde un punto de vista descriptivo, asumimos que los modos de actuar, pensar y sentir de cada género son construcciones sociales pre-asignadas diferencialmente a hombres y mujeres desde temprana edad, que hacen que los individuos internalicen ciertas pautas de conducta social que determinan la femineidad y la masculinidad en una sociedad dada.
 Podríamos aproximarnos a una definición de género siguiendo a Burin & Meler como “la red de creencias, rasgos de personalidad, actitudes, valores, conductas y actividades que diferencian a mujeres y a hombres” (op.cit., p.21).  Esta red de significaciones se ordena a partir de una lógica binaria (masculino/femenino, hombre/mujer) en la que un elemento define a su contrario al establecer la diferencia en términos de “o lo uno o lo otro”. El elemento que ocupa el lugar central (Uno) establece una relación jerárquica superior con respecto al segundo (Otro). Según esta lógica, un término ocuparía un lugar dominante, la posición de sujeto, y el otro término sería desplazado a la posición de objeto[1].
 Este sistema de oposición binaria y jerárquica es analizado por la teoría de género para hacer visible que esta lógica ha sido construida en un proceso histórico y que no es natural, y para denunciar que “los estereotipos de género se elaboran asociando género y naturaleza” (Guasch, 2007. p.92).
Hay tres características que podemos atribuir al concepto de género como categoría de análisis. La primera  es entenderlo como elemento relacional, por lo que siempre aparece marcando su conexión y nunca de forma aislada. También debemos  considerar que esta relación, de tipo binaria, es construida social e históricamente a través de diversos mecanismos y no es un hecho natural. Por último, es importante recordar que no podemos hablar de género de forma pura; utilizar el concepto de género como elemento totalizador vuelve invisibles otros aspectos que cruzan al sujeto  y que definen la subjetividad humana como la raza, la clase social, la religión.


[1] Entiende Derridá que  el gesto inicial de la configuración binaria del mundo  se da en la Grecia clásica  en la concepción del ideal de verdad como unidad de “logos / phoné” y  “ethos /eidos”, y que  las configuraciones del pensamiento contemporáneo nunca abandonan ese anclaje del logocentrismo.  La distinción platónica en Fedro, entre habla y escritura, supone el habla como más cercana al ideal de verdad y más alejada del mundo sensible (materialidad). “El privilegio del habla se funda en el binarismo significado/significante, que implica una concepción secundaria para la escritura en tanto que derivada, exterior y representativa; la escritura es definida como un signo de un signo” (Ferro, 2009 p.70).
La dualidad establecida así entre lo “inteligible/sensible” sirve de fundamento para una serie de oposiciones binarias que evidencian un orden jerárquico en el que un término aparece como lo fundamental, el centro, el origen, en detrimento de otro término: contenido/forma, alma/cuerpo, naturaleza/cultura etc. El término privilegiado implica una presencia superior, pertenece al orden del logos; el inferior está marcado por la degradación. Siguiendo a Derridá, una oposición de conceptos metafísicos nunca es el enfrentamiento entre dos términos, sino una jerarquía y el orden de una subordinación.
El ejercicio de desconstrucción propuesto por Derridá implica justamente romper el espíritu binario y la dependencia jerárquica como se ha entendido la historia de Occidente. La teoría de género entiende que la construcción  binaria  hombre/mujer  y heterosexual/homosexual obedece a una lógica jerárquica y es una producción sexista en el primer caso y homofóbica en el segundo. En ambos casos hay un término que no está marcado y que por lo tanto no es problematizado (designa la categoría a la que se supone que todo el mundo pertenece: la norma) y  otro término que sí está marcado y por lo tanto derivado o subordinado (que designa a la categoría de personas que se diferencian en algo  de las personas normales, no marcadas). Cuando estamos frente a una relación binaria existe un término “que es” y otro obligatoriamente que se define como “el que no es” y el primero se normaliza como hegemónico y válido. “El término marcado funciona no como un medio para denominar una clase de personas real o determinada, sino para delimitar y definir, por negación y oposición, el término no marcado. El término ‘homosexualidad’ (…) no describe una cosa singular y estable, sino que funciona como un espacio sin contenido determinado que puede ser llenado con un conjunto de predicados lógicamente contradictorios y mutuamente incompatibles, cuya conjunción imposible no se refiere tanto a un fenómeno paradójico del mundo, como a los límites que marca del término opuesto, ‘hetererosexualidad’, porque ambos términos no representan un par verdadero, dos contrarios con mutuas referencias, sino una oposición jerárquica en la que la heterosexualidad se define constituyéndose como la negación de la homosexualidad.” (Halperin, 2007. pp.65)