sábado, 12 de noviembre de 2011

Homosexual, gay, queer y estereotipos de caracterización de las otredades de género

Hacia una arqueología de la homofilia
Para entender las diferencias semánticas y conceptuales  de la  enunciación de la masculinidad no hegemónica, creo necesario historizar brevemente la evolución y la repercusión social que ha tenido la relación entre varones en Occidente. Esta pretendida arqueología, al estilo de Foucault, nos permitirá esbozar y diferenciar cada término utilizado para describir este tipo de comportamiento sin perder de vista los contextos históricos. También, establecer relaciones diacrónicas entre ellos sin caer en imposturas intelectuales que pretendan buscar gays u homosexuales en el estricto sentido del término, que no toman en consideración que cada uno de esos conceptos surge en épocas precisas y no existían en la antigüedad porque no entraban dentro del paradigma del pensamiento epocal. Es decir: podemos afirmar que, en la antigua Grecia, la idea de una identidad homosexual no era posible.

La mitología griega relata diversas historias de dioses que se enamoraron de jóvenes mortales, no siempre mujeres.  Zeus se enamoró de Ganímedes, príncipe de Troya, considerado el joven más bello de Grecia, y se convirtió en águila para raptarlo y llevarlo al Monte Olimpo.  Apolo amó al joven Jacinto y  despertó los celos del dios de los vientos del Oeste, Céfiro, que también amaba al mortal. En un arranque de celos, Céfiro hizo que el disco con el que jugaba Jacinto le golpeara la cabeza y muriera (de su sangre brotó la flor que lleva su nombre).  Una de las piezas de literatura clásica más leídas, La Ilíada, nos muestra a un desesperado Aquiles llorando a su amigo muerto en batalla, el joven Patroclo al que su madre trata de consolar: “Hijo mío, ¿cuánto tiempo seguirás llorando con la mirada extraviada de pena, sin comer ni dormir? Yacer con mujeres y enamorarse de ellas también es bueno.”(p. 211) .La relación entre Aquiles y Patroclo fue considerada por la sociedad griega como la consagración del ideal de amistad entre iguales.
Así se mostraba el vínculo íntimo de amistad y afecto que se profesaban los antiguos griegos y que establecía determinadas pautas morales  que no juzgaban estas relaciones.
Hannah Arendt (2002)  retoma la división aristotélica  que marca dos esferas completamente diferenciadas en la vida griega: por un lado el oikos (lo privado), que se establece como lugar de satisfacción de necesidades vitales que son inherentes e involuntarias al hombre (necesidades físicas y materiales), y por otro la polis (lo  público), la esfera del conocimiento  y, por lo tanto, de la libertad. Mientras el oikos es gobernado mediante la violencia, la polis es regida por el discurso y la persuasión. En la primera esfera es posible la violencia porque los que la integran (niños, mujeres, esclavos) no son iguales, sino instrumentos de realización; en la segunda, integrada por hombres libres e iguales, la violencia no puede ser mostrada porque en sí misma es incapaz de discurso[1].  En este contexto podemos entender que para la sociedad griega las relaciones entre varones fueran consideradas superiores porque se daban entre iguales y, sobre todo, porque eran  absolutamente intelectualizadas. Aun cuando el contacto sexual existía, la relación con un igual era un proceso de conocimiento y de superación como hombres.
En la antigua Creta, el ritual de iniciación castrense se iniciaba con el rapto de un joven por  un adulto, a quien se le ofrecían regalos y era conducido a un bosque en el que pasaba un período de hasta dos meses con su amante. Cuando regresaban, se le regalaban las armas y las vestiduras de hombre porque se entendía que, mediante la penetración anal, el raptor le había transmitido su fuerza.  En la sociedad espartana, las relaciones entre varones tenían una vinculación directa con el carácter militarista de esa sociedad en la que los niños eran llevados a los campamentos militares a la edad de siete años y  los soldados adultos vivían allí, separados de las mujeres. El concepto griego de lakonizen (hacerlo a la espartana) alude justamente al hecho de penetrar a un joven. Según el historiador Hupperts, la relación entre un soldado maduro y un recluta se consideraba adecuada para el desarrollo del más joven y no era raro encontrar a los amantes uno al lado del otro en el campo de batalla:
Jerofonte y Plutarco, entre otros, nos cuentan que en el siglo IV A.C., la ciudad de Tebas (…) acogía una unidad militar especial de trescientos hombres, la llamada Cohorte Sagrada, compuesta en su totalidad por parejas de enamorados. La estrecha amistad y el sentido mutuo del honor ante el compañero aseguraban que los amantes no se iban a abandonar. (2006. p. 31)

El eros griego no establecía diferencias entre el amor de un hombre hacia un joven o hacia una mujer, sino que directamente se consideraban dos formas de deseo sexual (eros). Una y otra podían ser más o menos apropiadas en determinados contextos. La identidad sexual no era una preocupación para la sociedad griega (no existían términos distintos para nombrar la heterosexualidad ni la homosexualidad), siempre que el hombre se comportara como tal, es decir, que llevara el mando de la relación y que penetrara a nivel vaginal, anal, oral o interfemoral. Siguiendo a Hupperts, el acto de penetración se asociaba a los valores de valentía, belicosidad, virilidad, masculinidad. 
En la Grecia clásica, el ritual iniciático de los jóvenes se establecía en una relación de pederastia, entre un erómenos, un joven de entre 12 y 18 años o hasta que le saliera la barba, y un erastés, ciudadano mayor, encargado de seducir, enseñar y actuar como su maestro. El adulto debía seducir al muchacho, nunca obligarlo, y la relación establecía estatus para las dos partes: cuanto más bello e inteligente era el erómenos, más prestigio adquiría el adulto, y viceversa; cuanto más formado y bien posicionado el erastés, más honor adquiría su discípulo.  
Uno de los tratados más importantes sobre el eros griego es, sin duda, El banquete de Platón, en el que se perfila y analiza el objeto del amor (impulso), y su lugar y fuerza  en la conducta de los humanos.  De esta obra, me parece pertinente citar en este trabajo dos intervenciones. La primera pertenece al cuarto orador en hablar, Aristófanes, que  plantea su discurso en forma de mito y narra  el concepto del andrógino primigenio:
(…) el aspecto que a la vista presentaba cada hombre, era en total, redondo, con espalda y pechos dispuestos en círculo, con cuatro manos, con dos rostros perfectamente iguales sobre un solo cuello circular, una sola cabeza sobre ambos y opuestos rostros, cuatro orejas, dos vergüenzas (…) tres eran las clases de hombres: lo varón, por nacimiento y por principio engendro del sol; lo hembra, de la tierra; lo común a ambos, engendro de la luna (op.cit., pp. 64-65)

Para debilitar y castigar el desacato de esa raza que buscaba destronarlos, los dioses olímpicos decidieron dividirlos:
(…) habló Júpiter y dijo de esta manera: ‘Me parece haber dado con una traza para que haya hombres y cese, con todo su insolencia: debilitarlos. Voy, dijo, a dividir a cada uno en dos, con lo que resultarán más débiles y a la vez más útiles para nosotros, por haber crecido en número. (…) Cortada, pues, así en dos la humana naturaleza, se iba la una mitad hacia su otra mitad con ansias de unión. (op.cit., p.66)

Aristófanes relata que Júpiter, compadecido, cambia de lugar las vergüenzas de las criaturas humanas para que pudieran unirse. Al final de su intervención, este pensador asume que el amor es el deseo de dos de convertirse nuevamente en uno y que el eros entre iguales es innato.
La  segunda intervención que me interesa rescatar es la de Sócrates, el sexto orador en hablar. El maestro de Platón entiende al eros como una fuerza que alienta a los hombres a crear, a producir. Enamorarse es, para Sócrates, adentrarse en la belleza y la bondad. El eros equivale a engendrar la belleza y ayuda a perpetuarla.  La progenie es una de las formas mediante la que el erastés se reproduce a través de sus descendientes. Los hijos son un modo de descubrir la existencia del eros, pero, por otro lado, el amor entre hombres genera descendientes espirituales de mayor longevidad que los hijos, tales como la virtud, el pensamiento y el conocimiento. Quizás prolonguen su inmortalidad por medio de un tratado filosófico o leyes que guíen la conducta de los hombres.
(…) los fecundos según el cuerpo se dan sobre todo a las mujeres y son de esta   manera amantes, procurándose, a su parecer, mediante la procreación de hijos, inmortalidad, memoria y bienandanza para todo el tiempo por venir, más los que lo son según el alma…, que hay, dijo, ‘quienes están preñados de alma, mucho más que de cuerpo, y de cosas de que es propio del alma empreñarse y parir’.
 (…) al contacto y al trato con lo bello procrea y engendra lo que antes tenía en preñez, y lo hace en presencia de lo bello, y en su ausencia por su presencia en la memoria, y en común crían lo engendrado en grado tal que, entre éstos, es el ayuntamiento mayor que entre los padres y  la amistad mucho mejor asentada, puesto que los hijos de tal unión son más hermosos y menos mortales. (op.cit., p. 92)
Es posible notar aquí lo expuesto anteriormente sobre el amor entre varones absolutamente intelectualizado, establecido  a partir de una relación de formación y de conocimiento. Uno de los argumentos principales de Sócrates en este discurso apela  justamente  a la necesidad de frenar y controlar los impulsos del cuerpo y a encontrar el placer en la búsqueda de la verdad. Esta dicotomía mente/cuerpo, y el cuerpo como lugar a dominar y, por lo tanto, a trabajar, será retomada posteriormente por Nietzsche en El origen de la tragedia (1871), para establecer una comparación ente lo apolíneo y lo dionisíaco[2]
En Roma, las relaciones entre hombres también se daban, pero con algunas particularidades. Para el ciudadano romano el concepto más importante era el de virtus (normalmente traducido como virtud), aunque literalmente significaba masculinidad.  El pueblo romano se caracterizaba por ser  dominante y conquistador, dos actitudes que se permeaban a todos los ámbitos de su vida cotidiana.  Podemos recordar aquí al poeta  Virgilio en su cita al deber romano: “Parcere subiectis et debellare superbos” (‘perdonar a los que se sometan y abatir a los soberbios’). La sexualidad masculina en Roma se expresaba cada vez que un hombre demostraba su virtus.
Para el hombre romano, el sexo  era sinónimo de penetración y no  importaba a quién se penetraba, pudiendo ser hombre, mujer o esclavo.
En  la sociedad romana, un papel aparte tenían los hombres con actitudes femeninas, los cinaedus. El término provenía de los conceptos griegos kinaidos y pathicus (aquel que tolera) y a estos varones se los definía como lujuriosos, no hombres e incapaces de controlar sus deseos. Según Aldrich, a finales del siglo I A.N.E existía cierta tolerancia hacia los hombres afeminados y hacia aquellos que se dejaban penetrar:
Se decía que César adoptó el papel femenino en la relación que mantuvo con  Nicomedes, rey de Bitinia. Llamaban a César la reina de Bitinia, y sus soldados cantaban ‘Gallias Caesar subegit, Nicomedes Caesarem’ (‘César ha sometido a Galia, Nicomedes [ha sometido] a César’). Cátulo apodó al general cinaedus y lo llamó mollis, blando o poco viril. Parece que César no se tomó esta calumnia a pecho (…) porque su reputación como gran seductor  de mujeres, y sus habilidades como general y soldado lo elevaban por encima de cualquier reproche. (op.cit., p. 54)

Paulatinamente las leyes del imperio comenzaron a hacerse más duras  y a rechazar y castigar las relaciones entre varones. Este crecimiento del odio hacia las prácticas sexuales entre varones  puede ser explicado en relación con el ascenso del cristianismo. Los seguidores de Cristo comenzaron a juzgar la sexualidad con la perspectiva de que lo bueno se basaba en lo que se consideraba natural  (procreación), sin  que importara el papel sexual  que asumieran los hombres entre sí (activo o pasivo). La sexualidad era natural cuando tenía como fin la procreación, y  todo acto que no llevara a ello pasó a ser considerado antinatural.
Durante el reinado de Justiniano (527 a 575 N.E.) se establecieron leyes bajo las que toda conducta  sexual entre varones era castigada con la muerte.


[1] La capacidad de discurso es tomada por Arendt como marca distintiva de la política y la civilización. Zizek afirma que “la entrada en el ámbito del lenguaje y la renuncia a la violencia fueron entendidas habitualmente como dos aspectos del mismo gesto” (2009 p.78). La oposición entre discurso y violencia, y el concepto de civilización como  lugar de discurso libre que esta oposición propone, es criticada por algunos pensadores como Lacan y Derridá, que han entendido el discurso como involucrado en actos de violencia, aunque Arendt se aferra a la necesidad de esta distinción, ya que entiende que las consecuencias de la confusión entre las esfera privada y pública en la sociedad moderna han sido catastróficas. El traspaso de lo que debería ser estrictamente privado a la esfera pública contamina  esta esfera con la violencia que, para los griegos, debía pertenecer al ámbito de lo privado. Lo que se pierde en esta sociedad es la celebración de la diversidad de opiniones, ya que, según Arendt, la sociedad exige que sus miembros actúen como una gran familia y que por lo tanto solo tiene una opinión y un interés.
[2] En esta obra, Nietzsche reflexiona sobre la naturaleza de lo apolíneo y lo dionisíaco  y hasta enumera las ciencias y las artes que  les son propias a cada una de estas deidades. Afirma Nietzsche que lo apolíneo está  guiado por una racionalidad estricta y obedece a procesos lógicos del pensamiento. En cambio, lo dionisíaco es algo que emerge de las profundidades del ser y  hace que el hombre necesite echar mano a algo más que su naturaleza racional. Entiende que a Dionisio le gusta ponerle trampas al animal racional. De cierta forma,  Apolo y Dionisio conviven en cada hombre y no es posible establecer dominios absolutos.

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